La
Palabra vino a los suyos, y los suyos no la acogieron.
Pero a los que la recibieron
los hizo capaces de ser hijos de Dios:
a los que creen en Él.
Juan
1, 11-12
¿Abrir
la puerta de par en par o estamparla en las narices de alguien? He ahí el
dilema permanente de todo ser humano desde que, en aquel relato mítico
del libro del Génesis, Caín llegara a la conclusión de que no había
suficiente espacio en toda la tierra para poder convivir con Abel, su
propio hermano, el otro, y decidiera excluirlo totalmente de su mundo, del mundo. Y así
seguimos, comenzado el siglo XXI, derribando el muro de Berlín pero
construyendo otros muros como el Estrecho de Gibraltar para contener la
marea humana de los que no se conforman con la desesperación y la pobreza
que les hemos impuesto desde el Norte. Cayeron los muros del ghetto de
Varsovia, pero los hijos de aquellos que lo sufrieron edifican hoy otros
muros más altos y protegidos en sus nuevos asentamientos de Palestina.
Suben muros en Irlanda del Norte, en la frontera de Cachemira, en los
barrios musulmanes de Nueva York, en el entendimiento entre los pueblos
tras la guerra avasalladora de Irak. Muros entre padres e hijos, abismos
entre generaciones, simas entre ricos y pobres de este planeta, gruesas
trincheras de silencio y miedo en el País Vasco.
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La exclusión tiene mil
caras
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La exclusión tiene mil
caras, miles de millones de caras. Jóvenes y ancianos, campesinos de países
empobrecidos y ciudadanos de los barrios marginales de las ciudades
europeas, seres humanos que son indeseados desde su concepción,
habitantes de este planeta que quedan siempre fuera de las estadísticas,
no-clientes cuyas necesidades jamás llegan a los departamentos de
investigación de nuevos productos, enfermos cuyas tratamientos no son
rentables, seres humanos que no tienen ni voz ni voto. Nadie puede decir
que no se ha sentido excluido en algún momento de su vida. Desde pequeños
hemos sabido lo que es que alguien te excluya de un juego, de una escuela,
de una amistad... Al final hemos conseguido hacernos un lugar bajo el sol,
pero muchos nunca han logrado entrar: su sexo, su lugar de nacimiento, su casta, su edad, su
lengua, sus ideas, sus antecedentes familiares, su historial médico, sus
creencias religiosas, su piel... les ha supuesto llamar de puerta en
puerta para quedarse permanentemente fuera de la fiesta, fuera de la
libertad, fuera del trabajo, fuera de una vivienda, fuera de la reunión
donde se decide el futuro, fuera de la mesa en la que se consume lo que es
también parte de su herencia.
Los cristianos estamos
llamados a soñar, a comprometernos con que otro mundo es posible, a
pintar mundos que huelan a promesas mesiánicas de Isaías, a cantar con
todos aquellos que esperan. “¡Abre la muralla!”, resonaba en Latinoamérica
hace décadas cuando el sable de los coroneles y el gusano y el ciempiés
de la violencia institucionalizada dejaba fuera a tantos... “¿Por qué
no construimos puentes sobre el río?”, cantaba Gen
Verde hace ya un cuarto de siglo. “Imagine all the people”,
invitaba a soñar John Lennon en las radios de todo el mundo hasta que el
11 de septiembre de 2001 se censuró su canción en Estados Unidos. ¡Retomemos
su voz, la voz de tantos silenciados, y encendamos una luz de esperanza!
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Para ello, volvamos
nuestros ojos a Jesús. Él es la persona radicalmente acogedora. Se
sienta con pecadores y prostitutas, no rechaza a los enfermos contagiosos
ni a las mujeres con cuyo sólo contacto quedaban impuros los sacerdotes
que iban a ofrecer el sacrificio al templo; está dispuesto a ir a la casa
maldita del centurión romano que le recuerda que no es digno de que entre
en ella; cambia sus prioridades para sanar también a los extranjeros, a
los “perrillos que comen también las migajas que caen de la mesa de los
hijos”. Se muestra especialmente tierno y abierto con los niños,
considerados por los discípulos un ruidoso inconveniente. No margina a
nadie de su auditorio con palabras sabias y doctas, sino que hace
comprensible sus parábolas a todos, incluso a los más sencillos e
ignorantes. La única exclusión posible es la autoexclusión de los
sabios y entendidos. Se invita a la mesa de Zaqueo, no rechaza tampoco la
mesa de Simón el fariseo ni le ahorra a éste el bochorno de verle, en
presencia de sus ilustres correligionarios, acariciado por una prostituta
a quien “mucho se le ha perdonado”. Acoge en su grupo de discípulos a
varias mujeres. Habla con la samaritana al filo del mediodía y de ese
encuentro todo un pueblo se abre a la Verdad. Da a conocer al Padre, que
abre las puertas y acoge al hijo que viene de un largo camino de errores y
que no necesita más sermones sino amor incondicional del que sana y hace
persona.
Dios ama a todos, pero
su corazón se enternece especialmente con los marginados y excluidos
hasta identificarse con ellos. Jesús nace excluido, en las afueras de la
ciudad, y muere también fuera de sus murallas. Miembro de una nación
sometida y humillada es ejecutado en una cruz, tortura que sólo los que
no eran ciudadanos romanos, los sin-papeles de aquel día, tenían
asignada. Los doctores de la ley lo rechazan por no tener las credenciales
académicas adecuadas (“¿De dónde saca éste todo eso que enseña?”).
Sus paisanos de Nazareth quieren arrojarlo por un acantilado por
provocador. El sanedrín le condena por blasfemo. El pueblo lo abandona
después de saciar sus estómagos y, tras aclamarle, termina prefiriendo a
Barrabás. Sus mejores amigos no le comprenden y acaban negándole y
abandonándole en las horas más duras.
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La comunidad cristiana
está llamada a ser un lugar de acogida profética
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La comunidad cristiana
está llamada a ser un lugar de acogida profética. Pero quien acoge sabe
que debe estar dispuesto a que su vida se vea afectada por el acogido. No
se puede acoger y, a la vez, blindarse contra la influencia del otro. El
otro nos incomoda pero es, a la vez, quien nos salva y nos hace salir de
nuestras seguridades y resistencias al cambio para buscar juntos lo que de
verdad importa. La espiritualidad monástica, tan impregnada de
hospitalidad, lo decía en una frase magistral: “El huésped es
Cristo”. Aceptar al emigrante y al distinto no es sólo ayudarle a
integrarse en una nueva sociedad, es dejar que coma su comida picante, que
cante su canto y que nos enseñe a bailar su ritmo. Reconocer que el Norte
ha excluido de la salud, de la educación y del bienestar a miles de
millones de personas de países empobrecidos requiere una transformación
radical de nuestra forma de vivir, de consumir y de relacionarnos. Hacer
hueco en nuestra familia a un nuevo hijo, sea biológico o adoptado, es
aceptar con alegría y paz que otras prioridades se vayan al garete. Abrir
las puertas de las instituciones eclesiales a tantos y tantas que han sido
excluidos de ministerios y sacramentos requiere revisar profundamente, a
la luz del Evangelio, el modelo de Iglesia que debemos construir.
Sentarnos a la mesa con pecadores y prostitutas supone, en definitiva,
arriesgarnos a que sus historias personales nos saquen de nuestras
seguridades y nos pongan a caminar juntos, en éxodo, hacia una tierra de
todos.
Aquí, hermanos y
hermanas, no sobra nadie.
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