Vicente Verdú Este columnista del diario El País de Madrid publica semanalmente reflexiones sobre nuestros estilos de vida y los preguntas sociológicas, psicológicas y filosóficas que estos plantean. Reproducimos aquí algunos de sus últimos artículos. Se puede encontrar más en la dirección www.elpais.es. De momento he aquí un botón de muestra para saborear algunas cuestiones que nos están afectando ya. Jueves,
3 de mayo de 2001 VICENTE
VERDÚ
El yo de bolsillo Desde
los albores de la humanidad, el hombre ha necesitado llevar algún objeto
consigo. Aparte de las ropas, el calzado, los pendientes, las ajorcas o el
sombrero, existe un artículo adicional que se porta en la mano o en el
bolsillo; que se cuelga como un zurrón, una faltriquera o un llavero, que se
agrega al cuerpo como una porción significativa del mundo exterior. A ese artículo
lo representa ahora, por excelencia, el móvil. El
móvil hace las veces de un teléfono y una agenda pero es, por encima de cada
uno, el elemento que nos acompaña como un pequeño animal. Hasta ahora se habían
podido personalizar los objetos estampándoles un color, un aderezo, una forma o
las iniciales. Con el móvil se puede personalizar por fin algo tan raro como la
voz. El móvil repite para avisarnos algo más que una melodía seleccionada,
ahora es posible hacer que nos hable en el timbre elegido precisamente para él.
La diferencia entre un móvil y un ser vivo es que el móvil no se mueve, pero
el teléfono escucha, olisquea al sujeto, nos alerta mediante vibraciones que
denotan su vitalidad interior. El
móvil es la culminación menuda de una compañía a voluntad. No presenta los
fastidios enteros de un ser vivo y puede resultar para su propietario tan
inseparable como un sentido suplementario. Gracias a él se discurre en
permanente interacción simbólica con la red de conocidos y gentes por conocer.
Actúa con la misma potencialidad interpersonal que la presencia física pero la
reduce o la fracciona cuando se quiere administrar discretamente la conexión.
Es, en apariencia, un teléfono, pero traspasa sustantivamente las cualidades
conocidas del teléfono convencional. El teléfono de cable nos fija al espacio.
Sitúa al interlocutor en un lugar determinado, lo confina inequívocamente
cuando marcamos mientras el teléfono móvil puede captar al sujeto en cualquier
punto y, como consecuencia, su puntería conlleva una facultad mágica que
siempre nos asombra en la comunicación al revés. Ser localizado teóricamente
en cualquier parte, casi sin limitaciones, provoca una sensación desconocida
hasta ahora por la humanidad. Pero, a la vez, desconectar el móvil proporciona
a su amo una impresión de fuga o de desaparición extremas que sólo habían
procurado antes las grandes decisiones de dejar el mundo. El
móvil es una homotecia del universo personal jibarizado. Una miniaturización
de la voluntad de comunicación. Un depósito donde se han reunido innumerables
voces y emociones, todas apiñadas en el corazón del artefacto. La agenda más
privada es menos a su lado. La agenda puede guardar la intimidad, contener
apuntes de secretos, pero el móvil es en sí mismo un apéndice neocarnal, un
material estratégico auténtico, un cofre en cuyo interior se guardan huellas
fehacientes de confesiones y estafas en directo. Ya actualmente cuando un móvil
se sustituye es preciso desalojarlo antes de mensajes, temblores, miserias,
confidencias. Hay que hacer que arroje todo su interior fuera de sí para
convertirlo en un órgano desinfectado y vacío. Ahora que muchos individuos dejan de fumar, el móvil recuerda la complicada función existencial que desempeña el paquete de tabaco. No es posible, siendo fumador, salir a la calle sin la cajetilla; viajar, reunirse, enamorarse, mantener contactos o negociar sin el paquete. Su falta nos colocaba en la inquietante situación de evidenciarnos desarmados, más débiles y solos. Pero ocurre todo igual con el teléfono móvil. Cuando el teléfono móvil no está, una de dos: o dejado por olvido nos recuerda desde su lejanía la enorme dependencia de su auxilio o abandonado deliberadamente nos induce a constatarnos como incompletos; seres empujados a ser extrañamente otros. El teléfono fijo, según las ocasiones, nos separa o nos acerca a los demás pero el teléfono móvil, además, nos acerca o nos distancia de nosotros mismos. ¿Un bolso? ¿Un peine? ¿Un espejito? ¿Una navaja? ¿Una droga? ¿Una porción corporal? El móvil es todas esas cosas y ninguna: la viva tecnología de un complejo ego de bolsillo. Sábado,
5 de mayo de 2001 VICENTE
VERDÚ
Des-esperar Un
libro, breve y nutricio, de André Comte-Sponville, recientemente publicado por
Paidós, se titula La felicidad, desesperadamente. Puede parecer enseguida que
propone la busca de la felicidad con apremio y con empeño, pero lo que pretende
infundir es casi todo lo contrario. En primer lugar, la felicidad si se la
sopesa, no puede consistir en algo raudo, que haga la visita forzada, con
premura y desaliño. Por el contrario, la felicidad desprende una idea esbelta,
bien peinada, azucarada y lenta. No se sabe si muy prolongada en el tiempo, pero
una felicidad de importancia no enseña nunca su fin. Ahora se trata también de
que no enseñe obscenamente su principio. Buscar la felicidad desesperadamente
consiste, en el budismo o en los estoicos no estar a su espera. Dimitir de la
expectativa de su llegada, acercarse al grado cero de la previsión. De esa
manera, el placer, cuando llega, se derrrama con milagrosa prodigalidad y no se
pondera como una ración más o menos copiosa respecto a lo pedido. Efectivamente,
el libro de Comte-Sponville sostiene una idea a contracorriente de la cultura
imperante pero muy en la línea de las importaciones espirituales, de Oriente o
de los clásicos, que se difunden estos días. Se viaja hoy contra Occidente o
se regresa al pasado, porque tanto nuestro espacio como nuestro tiempo se han
convertido en grandes fábricas de infelicidad. La clave de la estrategia
mercantil contemporánea se basa e en acentuar la expectativa, agudizar el
deseo, crear la máxima sensación de carencia para poder colocar los numerosos
artículos de consumo. Nada llega hoy sino tras la fulgente víspera de su
publicidad y de sus enjoyadas promesas. Desde los automóviles a las películas,
desde los cursos de idiomas a los viajes a Alaska, el anuncio de la recompensa
estimula las glándulas del deseo y la fantasía de una satisfacción máxima.
La experiencia ulterior resulta siempre inferior a lo previvido, la felicidad
proclamada se trasmuta en frustración y la esperanza tan alta en desesperanza
rasa. Se debe, por tanto, empezar al revés. Proceder desde la no esperanza e
invertir la secuencia: des-esperar, recibir, verse regalado, afortunado,
flagrantemente feliz. ¿Asunto
resuelto? Jueves,
5 de abril de 2001 VICENTE
VERDÚ
Huir para vivir A
fuerza de rellenar currículos, uno se da cuenta de lo poco que es. Una vida
cabe en una hoja e incluso en unas líneas cuando nos solicitan la otra versión.
¿Es esa síntesis la seña de nuestra identidad? La elaboramos nosotros, la
acondicionamos y la decoramos con aquello que estimamos más importante para
hacerla atractiva al empleador, pero ¿qué pensar de lo que queda fuera? Marx
decía que somos lo que hacemos y que, en consecuencia, el trabajo nos
configura. Nosotros, cada cual, sabe que ahí no se agota nuestra verdad e
incluso es posible que sólo contenga nuestra máscara, pero ¿cómo hacernos
reconocibles ante los otros? A la pregunta de qué somos respondemos con el
nombre de nuestra profesión, a las referencias sobre nuestra identidad
contestamos poniendo en los primeros lugares la actividad que cumplimos. No
somos sólo trabajo pero ¿cómo recoger en algo tan inteligible y calificable
el repertorio de nuestra identidad? De
Richard Sennet publicó Anagrama hace unos meses La corrosión del carácter, un
libro donde dando por sentado la importancia del trabajo en la formación de
nuestra identidad, el autor alertaba sobre los riesgos actuales de perderla. La
'corrosión del carácter' era sinónimo de la corrosión del yo como
consecuencia de vivir una vida en cambio: en la pareja, en la residencia, en el
trabajo sobre todo. Ahora no es ya fácil construir una biografía integrada de
principio a fin. Hay cada vez menos ocasiones para desarrollar un proceso que
empezando en los estudios de derecho, por ejemplo, acabe en una sala de
cualquier tribunal superior. Ahora, lo corriente en las reglas de la vida son
las desviaciones. Se estudia físicas y se trabaja de informático pero de
informático se pasa al marketing y del marketing al estudio de las relaciones
humanas dentro de un departamento de investigación internacional. Antes, para
salirse de una carrera trillada no había más opción que ser un bala o hacerse
cura. Ahora los descarríos son sinónimo de virtud. Enrique
Gil Calvo acaba de publicar Nacidos para cambiar (Taurus) donde se reflexiona
sobre la nueva realidad de nuestras vidas mutantes. La máxima obra de cualquier
ser humano era la historia que iba hilando meticulosamente sobre sí. El máximo
orgullo de nuestros antepasados era la narración coherente, en firme ascenso,
que pudieran trasmitir a sus herederos. Ahora, sin embargo, como analiza Gil
Calvo, se está poniendo difícil la edificación de un relato de esta especie píndara.
Más que esculpir nuestra existencia para hacer de ella una figura definida, más
que edificarnos en la albañilería de los años para lograr algo parecido a un
monumento, nuestra materia de comparación es el cine. Cambiamos tanto de
trabajo, de situación, de circunstancias que parecemos el pase cinematográfico
de varios yoes. Si como decía Ortega nuestra identidad es una aleación entre
'yo y mi circunstancia', el surtido de las circunstancias por las que se
discurre hacen desfilar, como en un filme, diferentes secuencias de uno mismo. El
máximo bien sería, dice Gil Calvo, lograr una conjugación entre la variación
y la univocidad, entre los papeles del yo y el estilo único del protagonista
pero, después de todo, ¿a quién interesa esta unidad hoy? Una vez que se ha
conocido la posibilidad de ser varios tipos a lo largo de una vida, ¿por qué
conformarse con ser uno solo? Si la orgía de nuestro tiempo se ha confundido
con el acceso a la variación, la voluptuosidad del cambio, el consumo de mil
gustos, los recambios de muchos enseres, de aparatos, de parejas o parajes, ¿qué
nos induciría a fijarnos monolíticamente en una versión? ¿El temor al vértigo?
¿El miedo al qué dirán? ¿El respeto a la tradición? ¿La lealtad a la
dinastía? Todo parecen razones menos vibrantes que el mágico atractivo de
transfigurarse, reencarnarse, fugarse continuadamente de aquí para no ser
cazado nunca, librarse en fin y sin cesar de uno mismo, que es donde más fácilmente
la muerte atina con el yo. Jueves,
8 de marzo de 2001 VICENTE
VERDÚ
La contagiosa vida de los 'memes' La
copia ha fascinado siempre, pero ahora además se multiplica en fascinantes teorías.
Una de ellas, en boga desde hace unos años, es la de los memes y la editorial
Paidós ha publicado recientemente una obra de Susan Blackmore (La mecánica de
los memes) dando nueva cuenta de sus proyecciones. La
palabra meme es una creación del zoólogo británico Richard Dawkins que la usó
por primera vez al final de su libro El gen egoísta, en 1976. Todavía muchos
estudiosos se avergüenzan de emplear un vocablo sin suficiente tradición científica,
pero el Oxford English Dictionary la ha incluido en sus ediciones y en Internet
pueden hallarse unas 6.000 entradas. El término meme procede del griego mimeme
(imitación) y está adaptada para sonar en inglés con la afinidad de gene,
porque el meme y el gene poseen en común que mientras en la genética el gen
trasmite fragmentos importantes sobre la descendencia, el meme extiende sobre la
cultura elementos de parecido vigor. La moda de beber agua, el zen, el
minimalismo, la canción 'Cumpleaños Feliz', los viajes al Caribe, las dietas
de adelgazamiento, Harry Potter, Pérez Reverte, son memes. El
meme actúa como un replicante que va extendiendo en sentido vertical o en
sentido horizontal un trozo de mensaje cultural triunfante. Actúa de manera
similar a los genes en su reproducción, con un espíritu egoísta y atendiendo
al único propósito, bueno o malo, de copiarse sin fin. En cada momento hay
diferentes memes que pugnan entre sí por imponerse, y unos a otros se desplazan
en la moda, en las ideas, en los valores, en las creencias religiosas. Hay memes
que traspasan el tiempo y viajan de padres a hijos, encarnados en gestos,
inflexiones de la voz, en formas de reír o bostezar, en el gusto por la sal o
por la rumba, y hay memes que se expanden horizontalmente como las epidemias. Todas
las épocas se han sentido atraidas por la magia de la réplica, pero ¿quién
duda de que en la nuestra se ha instaurado como una obsesión central? No sólo
nuestro tiempo ha asistido al auge de las producciones industriales en serie con
una decisiva influencia en la cultura. En la actualidad se vive dentro de la
victoria de la clonación, en la inclinación al mimetismo, bajo el poder del
contagio y el remedo. La ciencia ha elevado a paradigma de su avance la
capacidad para clonar vegetales o animales de toda especie, desde el maíz al
ratón, desde la oveja al hombre. Pero, entre tanto, en miles de factorías de
Birmania, de Taiwan, de China o de Castilla la Mancha, bullen las copias, de vídeos,
de relojes, de ordenadores, de bufandas del Real Madrid o polos de Ralph Lauren.
Por todas partes, en las imitaciones de voces, en la piratería de libros, y CDs,
en la continua inauguración de los museos de réplicas, en el acarreo de lo
'retro', en la abundancia de memoria o autobiografías que reproducen la vida,
en la arquitectura de las torres gemelas, en las excitadas noticias de plagios,
en el remake de filmes, se muestra una excepcional pasión por la copia. ¿La
misma homogenización del mundo dentro del efecto de globalización qué es sino
el absoluto resultado de la copia? Los
memes discurren hoy de una parte a otra del mundo con la velocidad de los virus,
se calcan y afectan a la Humanidad como una enfermedad invasora. Los
estribillos, los telefilmes, los iconos, el gol de Rivaldo, el terrorismo
urbano, las bodas, la vida a solas, los Kellog´s, las vacas locas, las ONG,
pero también las religiones, el ecologismo, el feminismo, lo políticamente
correcto, las adopciones, el individualismo feroz, se extienden mediante la
incesante polución de sus respectivos memes. El mundo se muestra así como la
representación de una gran estancia hospitalaria donde, los pacientes, físicos
y mentales, cada vez más comunicados entre sí, son más proclives a contraer
los gérmenes que proceden del vecindario. La biología ha ofrecido, hace poco,
la prueba de la ínfima diferencia entre el ser de los ciudadanos. Como
complemento, la sociología insiste en las otras 'meméticas' o innumerables
copias de la condición humana. Jueves,
1 de marzo de 2001 VICENTE
VERDÚ
La inexorable necesidad del otro Cuando
se habla de que ahora, en la posmodernidad, hemos perdido las referencias quiere
decir literalmente esto: Hasta los años ochenta del siglo XX y durante más de
dos siglos, a los niños se les podía pedir disciplina en nombre de alguna
autoridad moral. Se les podía exigir simplemente que se callaran porque lo decía
su padre. Eso bastaba porque el padre representaba una potestad en sí mismo,
por adulto, por forzudo, por experimentado, por donador de vida, por legado
social. El valor simbólico del padre se proyectaba sobre el alma infantil y
configuraba su futuro. Ahora, a menudo, el padre queda desautorizado no sólo
por la voluntad del hijo sino por la decisión del futuro. Los juegos infantiles
servían para instruir sobre cómo serían las conductas más tarde o se
marcaban sus reglas emulando los sistemas de los mayores. Lo contrario de lo que
suele suceder ahora. Los game boys de Nintendo o Sega despliegan una sugestión
de elecciones, requisitos y facultades que en nada se corresponden con el patrón
que gobierna la vida de los padres. De esa manera, ante los ojos del hijo el
modelo paterno aparece muy pronto caduco y desenfocado. Para adentrarse en la
vida vale cada vez menos seguir las recomendaciones del progenitor a diferencia
de como era en tiempos pasados. No
es fácil pedir que el niño calle (infans: el que no habla) en nombre del
padre. ¿Que se calle, pues, en nombre de Dios? Dios ha pasado a formar parte de
la ciencia ficción. Ni siquiera ha existido para la nueva juventud la necesidad
de matarlo o de borrar su rostro mediante el ateísmo. Tampoco el agnosticismo
es una actitud joven, lo que conllevaría haber atravesado una discusión
compleja. Dios, simplemente, es un personaje de otro tiempo. Un superhéroe de
los cuentos con los que se atemorizaban los padres. Tampoco, por tanto, posee
Dios autoridad para mandar callar. ¿La
Revolución, entonces? ¿El Pueblo? ¿La Raza? ¿La Democracia? Prácticamente
ninguno de estos 'grandes relatos' que configuraban la enhiesta figura de El
Otro (el que decide, señala, legisla, premia o castiga) se mantiene en pie. El
Otro como referencia ha desaparecido del horizonte y hoy cada cual ha de arreglárselas
con sus cosas. Existe, cierto, una vaga conciencia en torno al bien y el mal
pero impera un general relativismo que permite cohabitar las religiones, los
credos e ideologías gracias a la tibieza de la fe. Nada existe fuerte,
distintivo y referencial. De
esa manera el individuo no sabe nunca del todo a qué atenerse y en qué grado
suficiente ha cumplido con el deber. Actualmente hay 700 millones de deprimidos
en el mundo, la mayoría en el mundo occidental. Dos veces más deprimidos de
los que había en 1950. Día tras día se incrementa el número de personas que
ven debilitada su autoestima y la mayoría sufren la insuficiencia de un
reconocimiento superior. No la fama, la fortuna o las medallas, sino el
reconocimiento de algún referente llegado desde la voz de El Otro que dé paz
por sus logros, facilite el acuerdo con lo real, apacigüe respecto a las
responsabilidades. El estrés y la soledad son dos de los principales agentes
depresógenos, según los especialistas. El estrés hace mención a las prisas,
la sobrecarga emocional en el trabajo, la tensión por ser más sin saber nunca
hasta dónde. La soledad, por su parte, evoca la ausencia de la otredad, la
falta de comunicación con los demás y la opción de adquirir así, mediante el
trato y la información del prójimo, una referencia menos subjetiva. El estrés
y la soledad descomponen la personalidad, disgregan la conciencia de sí mismo,
desbaratan la medición del proyecto, generan ansiedad. Hace
apenas veinticinco años la familia tenía mala fama. Se estimaba que a través
de ella se inculcaban los valores burgueses y se prorrogaba la cultura de la
represión. Pero ahora la familia se ha liberado. Se ha liberado de la
sexualidad procreadora, del matrimonio, de la vieja dependencia paterno filial.
Simultáneamente, han triunfado la democracia y las vanguardias artísticas.
Pero ahora, también, la libertad -en el sexo, en la política, en el arte- anda
errante, triste, deprimida. ¿La libertad?
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