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Materiales - Nº 4 - Mayo 2001

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

Vicente Verdú

www.elpais.es 

Este columnista del diario El País de Madrid publica semanalmente reflexiones sobre nuestros estilos de vida y los preguntas sociológicas, psicológicas y filosóficas que estos plantean. Reproducimos aquí algunos de sus últimos artículos. Se puede encontrar más en la dirección www.elpais.es. De momento he aquí un botón de muestra para saborear algunas cuestiones que nos están afectando ya.


Jueves, 3 de mayo de 2001  

VICENTE VERDÚ

   El yo de bolsillo

Desde los albores de la humanidad, el hombre ha necesitado llevar algún objeto consigo. Aparte de las ropas, el calzado, los pendientes, las ajorcas o el sombrero, existe un artículo adicional que se porta en la mano o en el bolsillo; que se cuelga como un zurrón, una faltriquera o un llavero, que se agrega al cuerpo como una porción significativa del mundo exterior. A ese artículo lo representa ahora, por excelencia, el móvil.

El móvil hace las veces de un teléfono y una agenda pero es, por encima de cada uno, el elemento que nos acompaña como un pequeño animal. Hasta ahora se habían podido personalizar los objetos estampándoles un color, un aderezo, una forma o las iniciales. Con el móvil se puede personalizar por fin algo tan raro como la voz. El móvil repite para avisarnos algo más que una melodía seleccionada, ahora es posible hacer que nos hable en el timbre elegido precisamente para él. La diferencia entre un móvil y un ser vivo es que el móvil no se mueve, pero el teléfono escucha, olisquea al sujeto, nos alerta mediante vibraciones que denotan su vitalidad interior.

El móvil es la culminación menuda de una compañía a voluntad. No presenta los fastidios enteros de un ser vivo y puede resultar para su propietario tan inseparable como un sentido suplementario. Gracias a él se discurre en permanente interacción simbólica con la red de conocidos y gentes por conocer. Actúa con la misma potencialidad interpersonal que la presencia física pero la reduce o la fracciona cuando se quiere administrar discretamente la conexión. Es, en apariencia, un teléfono, pero traspasa sustantivamente las cualidades conocidas del teléfono convencional. El teléfono de cable nos fija al espacio. Sitúa al interlocutor en un lugar determinado, lo confina inequívocamente cuando marcamos mientras el teléfono móvil puede captar al sujeto en cualquier punto y, como consecuencia, su puntería conlleva una facultad mágica que siempre nos asombra en la comunicación al revés. Ser localizado teóricamente en cualquier parte, casi sin limitaciones, provoca una sensación desconocida hasta ahora por la humanidad. Pero, a la vez, desconectar el móvil proporciona a su amo una impresión de fuga o de desaparición extremas que sólo habían procurado antes las grandes decisiones de dejar el mundo.

El móvil es una homotecia del universo personal jibarizado. Una miniaturización de la voluntad de comunicación. Un depósito donde se han reunido innumerables voces y emociones, todas apiñadas en el corazón del artefacto. La agenda más privada es menos a su lado. La agenda puede guardar la intimidad, contener apuntes de secretos, pero el móvil es en sí mismo un apéndice neocarnal, un material estratégico auténtico, un cofre en cuyo interior se guardan huellas fehacientes de confesiones y estafas en directo. Ya actualmente cuando un móvil se sustituye es preciso desalojarlo antes de mensajes, temblores, miserias, confidencias. Hay que hacer que arroje todo su interior fuera de sí para convertirlo en un órgano desinfectado y vacío.

Ahora que muchos individuos dejan de fumar, el móvil recuerda la complicada función existencial que desempeña el paquete de tabaco. No es posible, siendo fumador, salir a la calle sin la cajetilla; viajar, reunirse, enamorarse, mantener contactos o negociar sin el paquete. Su falta nos colocaba en la inquietante situación de evidenciarnos desarmados, más débiles y solos. Pero ocurre todo igual con el teléfono móvil. Cuando el teléfono móvil no está, una de dos: o dejado por olvido nos recuerda desde su lejanía la enorme dependencia de su auxilio o abandonado deliberadamente nos induce a constatarnos como incompletos; seres empujados a ser extrañamente otros. El teléfono fijo, según las ocasiones, nos separa o nos acerca a los demás pero el teléfono móvil, además, nos acerca o nos distancia de nosotros mismos. ¿Un bolso? ¿Un peine? ¿Un espejito? ¿Una navaja? ¿Una droga? ¿Una porción corporal? El móvil es todas esas cosas y ninguna: la viva tecnología de un complejo ego de bolsillo.


Sábado, 5 de mayo de 2001

VICENTE VERDÚ

   Des-esperar

Un libro, breve y nutricio, de André Comte-Sponville, recientemente publicado por Paidós, se titula La felicidad, desesperadamente. Puede parecer enseguida que propone la busca de la felicidad con apremio y con empeño, pero lo que pretende infundir es casi todo lo contrario. En primer lugar, la felicidad si se la sopesa, no puede consistir en algo raudo, que haga la visita forzada, con premura y desaliño. Por el contrario, la felicidad desprende una idea esbelta, bien peinada, azucarada y lenta. No se sabe si muy prolongada en el tiempo, pero una felicidad de importancia no enseña nunca su fin. Ahora se trata también de que no enseñe obscenamente su principio. Buscar la felicidad desesperadamente consiste, en el budismo o en los estoicos no estar a su espera. Dimitir de la expectativa de su llegada, acercarse al grado cero de la previsión. De esa manera, el placer, cuando llega, se derrrama con milagrosa prodigalidad y no se pondera como una ración más o menos copiosa respecto a lo pedido.

Efectivamente, el libro de Comte-Sponville sostiene una idea a contracorriente de la cultura imperante pero muy en la línea de las importaciones espirituales, de Oriente o de los clásicos, que se difunden estos días. Se viaja hoy contra Occidente o se regresa al pasado, porque tanto nuestro espacio como nuestro tiempo se han convertido en grandes fábricas de infelicidad. La clave de la estrategia mercantil contemporánea se basa e en acentuar la expectativa, agudizar el deseo, crear la máxima sensación de carencia para poder colocar los numerosos artículos de consumo. Nada llega hoy sino tras la fulgente víspera de su publicidad y de sus enjoyadas promesas. Desde los automóviles a las películas, desde los cursos de idiomas a los viajes a Alaska, el anuncio de la recompensa estimula las glándulas del deseo y la fantasía de una satisfacción máxima. La experiencia ulterior resulta siempre inferior a lo previvido, la felicidad proclamada se trasmuta en frustración y la esperanza tan alta en desesperanza rasa. Se debe, por tanto, empezar al revés. Proceder desde la no esperanza e invertir la secuencia: des-esperar, recibir, verse regalado, afortunado, flagrantemente feliz.

¿Asunto resuelto?


Jueves, 5 de abril de 2001

VICENTE VERDÚ

   Huir para vivir

A fuerza de rellenar currículos, uno se da cuenta de lo poco que es. Una vida cabe en una hoja e incluso en unas líneas cuando nos solicitan la otra versión. ¿Es esa síntesis la seña de nuestra identidad? La elaboramos nosotros, la acondicionamos y la decoramos con aquello que estimamos más importante para hacerla atractiva al empleador, pero ¿qué pensar de lo que queda fuera? Marx decía que somos lo que hacemos y que, en consecuencia, el trabajo nos configura. Nosotros, cada cual, sabe que ahí no se agota nuestra verdad e incluso es posible que sólo contenga nuestra máscara, pero ¿cómo hacernos reconocibles ante los otros? A la pregunta de qué somos respondemos con el nombre de nuestra profesión, a las referencias sobre nuestra identidad contestamos poniendo en los primeros lugares la actividad que cumplimos. No somos sólo trabajo pero ¿cómo recoger en algo tan inteligible y calificable el repertorio de nuestra identidad?

De Richard Sennet publicó Anagrama hace unos meses La corrosión del carácter, un libro donde dando por sentado la importancia del trabajo en la formación de nuestra identidad, el autor alertaba sobre los riesgos actuales de perderla. La 'corrosión del carácter' era sinónimo de la corrosión del yo como consecuencia de vivir una vida en cambio: en la pareja, en la residencia, en el trabajo sobre todo. Ahora no es ya fácil construir una biografía integrada de principio a fin. Hay cada vez menos ocasiones para desarrollar un proceso que empezando en los estudios de derecho, por ejemplo, acabe en una sala de cualquier tribunal superior. Ahora, lo corriente en las reglas de la vida son las desviaciones. Se estudia físicas y se trabaja de informático pero de informático se pasa al marketing y del marketing al estudio de las relaciones humanas dentro de un departamento de investigación internacional. Antes, para salirse de una carrera trillada no había más opción que ser un bala o hacerse cura. Ahora los descarríos son sinónimo de virtud.

Enrique Gil Calvo acaba de publicar Nacidos para cambiar (Taurus) donde se reflexiona sobre la nueva realidad de nuestras vidas mutantes. La máxima obra de cualquier ser humano era la historia que iba hilando meticulosamente sobre sí. El máximo orgullo de nuestros antepasados era la narración coherente, en firme ascenso, que pudieran trasmitir a sus herederos. Ahora, sin embargo, como analiza Gil Calvo, se está poniendo difícil la edificación de un relato de esta especie píndara. Más que esculpir nuestra existencia para hacer de ella una figura definida, más que edificarnos en la albañilería de los años para lograr algo parecido a un monumento, nuestra materia de comparación es el cine. Cambiamos tanto de trabajo, de situación, de circunstancias que parecemos el pase cinematográfico de varios yoes. Si como decía Ortega nuestra identidad es una aleación entre 'yo y mi circunstancia', el surtido de las circunstancias por las que se discurre hacen desfilar, como en un filme, diferentes secuencias de uno mismo.

El máximo bien sería, dice Gil Calvo, lograr una conjugación entre la variación y la univocidad, entre los papeles del yo y el estilo único del protagonista pero, después de todo, ¿a quién interesa esta unidad hoy? Una vez que se ha conocido la posibilidad de ser varios tipos a lo largo de una vida, ¿por qué conformarse con ser uno solo? Si la orgía de nuestro tiempo se ha confundido con el acceso a la variación, la voluptuosidad del cambio, el consumo de mil gustos, los recambios de muchos enseres, de aparatos, de parejas o parajes, ¿qué nos induciría a fijarnos monolíticamente en una versión? ¿El temor al vértigo? ¿El miedo al qué dirán? ¿El respeto a la tradición? ¿La lealtad a la dinastía? Todo parecen razones menos vibrantes que el mágico atractivo de transfigurarse, reencarnarse, fugarse continuadamente de aquí para no ser cazado nunca, librarse en fin y sin cesar de uno mismo, que es donde más fácilmente la muerte atina con el yo.


Jueves, 8 de marzo de 2001

VICENTE VERDÚ

   La contagiosa vida de los 'memes'

La copia ha fascinado siempre, pero ahora además se multiplica en fascinantes teorías. Una de ellas, en boga desde hace unos años, es la de los memes y la editorial Paidós ha publicado recientemente una obra de Susan Blackmore (La mecánica de los memes) dando nueva cuenta de sus proyecciones.

La palabra meme es una creación del zoólogo británico Richard Dawkins que la usó por primera vez al final de su libro El gen egoísta, en 1976. Todavía muchos estudiosos se avergüenzan de emplear un vocablo sin suficiente tradición científica, pero el Oxford English Dictionary la ha incluido en sus ediciones y en Internet pueden hallarse unas 6.000 entradas. El término meme procede del griego mimeme (imitación) y está adaptada para sonar en inglés con la afinidad de gene, porque el meme y el gene poseen en común que mientras en la genética el gen trasmite fragmentos importantes sobre la descendencia, el meme extiende sobre la cultura elementos de parecido vigor. La moda de beber agua, el zen, el minimalismo, la canción 'Cumpleaños Feliz', los viajes al Caribe, las dietas de adelgazamiento, Harry Potter, Pérez Reverte, son memes.

El meme actúa como un replicante que va extendiendo en sentido vertical o en sentido horizontal un trozo de mensaje cultural triunfante. Actúa de manera similar a los genes en su reproducción, con un espíritu egoísta y atendiendo al único propósito, bueno o malo, de copiarse sin fin. En cada momento hay diferentes memes que pugnan entre sí por imponerse, y unos a otros se desplazan en la moda, en las ideas, en los valores, en las creencias religiosas. Hay memes que traspasan el tiempo y viajan de padres a hijos, encarnados en gestos, inflexiones de la voz, en formas de reír o bostezar, en el gusto por la sal o por la rumba, y hay memes que se expanden horizontalmente como las epidemias.

Todas las épocas se han sentido atraidas por la magia de la réplica, pero ¿quién duda de que en la nuestra se ha instaurado como una obsesión central? No sólo nuestro tiempo ha asistido al auge de las producciones industriales en serie con una decisiva influencia en la cultura. En la actualidad se vive dentro de la victoria de la clonación, en la inclinación al mimetismo, bajo el poder del contagio y el remedo. La ciencia ha elevado a paradigma de su avance la capacidad para clonar vegetales o animales de toda especie, desde el maíz al ratón, desde la oveja al hombre. Pero, entre tanto, en miles de factorías de Birmania, de Taiwan, de China o de Castilla la Mancha, bullen las copias, de vídeos, de relojes, de ordenadores, de bufandas del Real Madrid o polos de Ralph Lauren. Por todas partes, en las imitaciones de voces, en la piratería de libros, y CDs, en la continua inauguración de los museos de réplicas, en el acarreo de lo 'retro', en la abundancia de memoria o autobiografías que reproducen la vida, en la arquitectura de las torres gemelas, en las excitadas noticias de plagios, en el remake de filmes, se muestra una excepcional pasión por la copia. ¿La misma homogenización del mundo dentro del efecto de globalización qué es sino el absoluto resultado de la copia?

Los memes discurren hoy de una parte a otra del mundo con la velocidad de los virus, se calcan y afectan a la Humanidad como una enfermedad invasora. Los estribillos, los telefilmes, los iconos, el gol de Rivaldo, el terrorismo urbano, las bodas, la vida a solas, los Kellog´s, las vacas locas, las ONG, pero también las religiones, el ecologismo, el feminismo, lo políticamente correcto, las adopciones, el individualismo feroz, se extienden mediante la incesante polución de sus respectivos memes. El mundo se muestra así como la representación de una gran estancia hospitalaria donde, los pacientes, físicos y mentales, cada vez más comunicados entre sí, son más proclives a contraer los gérmenes que proceden del vecindario. La biología ha ofrecido, hace poco, la prueba de la ínfima diferencia entre el ser de los ciudadanos. Como complemento, la sociología insiste en las otras 'meméticas' o innumerables copias de la condición humana.


Jueves, 1 de marzo de 2001

VICENTE VERDÚ

   La inexorable necesidad del otro

Cuando se habla de que ahora, en la posmodernidad, hemos perdido las referencias quiere decir literalmente esto: Hasta los años ochenta del siglo XX y durante más de dos siglos, a los niños se les podía pedir disciplina en nombre de alguna autoridad moral. Se les podía exigir simplemente que se callaran porque lo decía su padre. Eso bastaba porque el padre representaba una potestad en sí mismo, por adulto, por forzudo, por experimentado, por donador de vida, por legado social. El valor simbólico del padre se proyectaba sobre el alma infantil y configuraba su futuro. Ahora, a menudo, el padre queda desautorizado no sólo por la voluntad del hijo sino por la decisión del futuro. Los juegos infantiles servían para instruir sobre cómo serían las conductas más tarde o se marcaban sus reglas emulando los sistemas de los mayores. Lo contrario de lo que suele suceder ahora. Los game boys de Nintendo o Sega despliegan una sugestión de elecciones, requisitos y facultades que en nada se corresponden con el patrón que gobierna la vida de los padres. De esa manera, ante los ojos del hijo el modelo paterno aparece muy pronto caduco y desenfocado. Para adentrarse en la vida vale cada vez menos seguir las recomendaciones del progenitor a diferencia de como era en tiempos pasados.

No es fácil pedir que el niño calle (infans: el que no habla) en nombre del padre. ¿Que se calle, pues, en nombre de Dios? Dios ha pasado a formar parte de la ciencia ficción. Ni siquiera ha existido para la nueva juventud la necesidad de matarlo o de borrar su rostro mediante el ateísmo. Tampoco el agnosticismo es una actitud joven, lo que conllevaría haber atravesado una discusión compleja. Dios, simplemente, es un personaje de otro tiempo. Un superhéroe de los cuentos con los que se atemorizaban los padres. Tampoco, por tanto, posee Dios autoridad para mandar callar.

¿La Revolución, entonces? ¿El Pueblo? ¿La Raza? ¿La Democracia? Prácticamente ninguno de estos 'grandes relatos' que configuraban la enhiesta figura de El Otro (el que decide, señala, legisla, premia o castiga) se mantiene en pie. El Otro como referencia ha desaparecido del horizonte y hoy cada cual ha de arreglárselas con sus cosas. Existe, cierto, una vaga conciencia en torno al bien y el mal pero impera un general relativismo que permite cohabitar las religiones, los credos e ideologías gracias a la tibieza de la fe. Nada existe fuerte, distintivo y referencial.

De esa manera el individuo no sabe nunca del todo a qué atenerse y en qué grado suficiente ha cumplido con el deber. Actualmente hay 700 millones de deprimidos en el mundo, la mayoría en el mundo occidental. Dos veces más deprimidos de los que había en 1950. Día tras día se incrementa el número de personas que ven debilitada su autoestima y la mayoría sufren la insuficiencia de un reconocimiento superior. No la fama, la fortuna o las medallas, sino el reconocimiento de algún referente llegado desde la voz de El Otro que dé paz por sus logros, facilite el acuerdo con lo real, apacigüe respecto a las responsabilidades. El estrés y la soledad son dos de los principales agentes depresógenos, según los especialistas. El estrés hace mención a las prisas, la sobrecarga emocional en el trabajo, la tensión por ser más sin saber nunca hasta dónde. La soledad, por su parte, evoca la ausencia de la otredad, la falta de comunicación con los demás y la opción de adquirir así, mediante el trato y la información del prójimo, una referencia menos subjetiva. El estrés y la soledad descomponen la personalidad, disgregan la conciencia de sí mismo, desbaratan la medición del proyecto, generan ansiedad.

Hace apenas veinticinco años la familia tenía mala fama. Se estimaba que a través de ella se inculcaban los valores burgueses y se prorrogaba la cultura de la represión. Pero ahora la familia se ha liberado. Se ha liberado de la sexualidad procreadora, del matrimonio, de la vieja dependencia paterno filial. Simultáneamente, han triunfado la democracia y las vanguardias artísticas. Pero ahora, también, la libertad -en el sexo, en la política, en el arte- anda errante, triste, deprimida. ¿La libertad?


 

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