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  Cuenta
  una vieja historia de la Biblia que una noche Jacob se echó a dormir en medio
  del campo. Como de costumbre iba huyendo, en este caso de su hermano Esaú que
  lo perseguía a causa del contencioso "lentejas por primogenitura"
  que los interesados pueden leer en Gen 25,29-34. El caso es que Jacob se
  pasaba la vida escapando y casi sólo cuando era de noche y se echaba a
  dormir, podía Dios alcanzarlo. Aquella noche soñó con una escalera que,
  plantada en la tierra, llegaba hasta el cielo y por la que subían y bajaban
  ángeles. Jacob se despertó  lleno
  de estupor y llamó a aquel lugar "morada de Dios" (Gen 28,10-22).
  Mucho tiempo después lo encontramos diciendo: "Soy yo demasiado pequeño
  para toda la misericordia y fidelidad que el Señor ha tenido
  conmigo..."(Gen 32,11): un hombre de "lo útil" había
  comprendido el valor de "lo inútil." Al
  releer hoy esa historia podemos quedarnos tan estupefactos como Jacob ante la
  noticia que la narración nos comunica: el mundo de Dios y el nuestro están
  en contacto, la escalera de la comunicación con El está siempre a nuestro
  alcance, existen caminos de acceso a Dios y posibilidad de encontrarlo y de
  acoger sus visitas.  Otra
  narración pintoresca del Antiguo Testamento nos cuenta que un tal Jonás, de
  profesión profeta, había puesto también los pies en polvorosa para escapar
  de Dios que quería enviarlo a anunciar salvación a Ninive. Pero Jonás, como
  buen israelita, abominaba a los ninivitas que eran gentuza pagana y no estaba
  por la labor de colaborar con Dios en el disparate de convertirlos. Así que,
  en vez de tomar el camino de Nínive, se embarcó en dirección contraria,
  rumbo a Tarsis. Pero Jonás no contaba con la terquedad de Dios ni con la gimkana
  de obstáculos que iba a encontrar en su huída: hay una tempestad, los
  marineros le tiran al mar y se lo traga un inmenso pez. Y mira por donde, a
  Jonás el fugitivo no se le ocurre mejor cosa que hacer en el vientre del pez
  que ponerse a rezar. Y
  cada uno de nosotros podría concluir acertadamente: "pues si alguien oró
  en una situación semejante, quiere decir que cualquiera de los momentos que
  yo vivo, por extraños que resulten, nunca serán tan insólitos como el
  interior de una ballena, así que, por lo visto, todos y cada uno de los
  lugares y situaciones en que me encuentre: un atasco de circulación, la
  antesala del dentista, el vagón de metro, la cola de la pescadería o la
  cumbre de una montaña, son lugares aptos y a 
  propósito para contactar con Dios."  Nada
  que objetar a templos, capillas, santuarios, ermitas o monasterios: sólo
  recordar que Dios no necesita ninguno de esos ámbitos (quizá sí nosotros,
  por aquello del sosiego y de que nos dejen en paz), pero siempre que no nos
  hagan olvidar que no existe ningún lugar ni situación "fuera de
  cobertura" para la comunicación con Dios. Ese
  es el gran testimonio que nos dan los creyentes de la Biblia: al hojear sus páginas
  los encontramos orando junto a un pozo (Gen 24) o en la orilla del mar (Ex
  15,1ss); en medio del tumulto de la gente o en pleno desierto (Mt 4,1-11); al
  lado de una tumba (Jn 11, 41) o con un niño en brazos (Gen 21,15); junto al
  lecho nupcial (Tob 8,5) o rodeados de leones (Dan 6,23).  Y
  tampoco parece que lo hacían desde las actitudes anímicas más idóneas: se
  dirigen a Dios cuando se sienten agradecidos y también cuando están
  furiosos, claman a El en las fronteras de la increencia, la rebeldía o el
  escepticismo, lo bendicen o lo increpan  desde
  la cima de la confianza o desde el abismo de la desesperación. Y
  uno deduce: la cosa no puede ser tan difícil, muchos otros antes que yo
  intentaron eso de rezar y lo consiguieron; parece que el secreto está en
  ensanchar las zonas de contacto... ¿Y si probara yo también? Uno
  de las causas de que algunos han desistido de hacerlo después de haberlo
  intentado, es que se empeñaron en contactar con Dios desde otra situación
  distinta de la que era realmente la suya en aquel momento (cuando tenga
  tiempo, cuando esté menos cansado, cuando encuentre un lugar apropiado...), y
  todo eso son arenas movedizas por irreales en comparación con la roca firme
  de la realidad concreta y actual en la que se está. 
  Porque es esa situación la que hay que concienciar, nombrar, acoger,
  tocar, y extender ante Dios, como el tapiz precioso que un mercader expone
  para que un comprador lo admire. Y darnos tiempo para hacer la experiencia
  (otros muchos la hicieron antes que nosotros), de que Dios es un "cliente
  incondicional" de todas nuestros tapices y sabe mejor que nadie
  apreciarlos, valorarlos, acariciar su textura, admirar el revés de su trama,
  y hasta remendar sus rotos y embellecer su dibujo. Las
  páginas que siguen pretenden acompañarte en esta aventura si decides
  emprenderla, aunque sea de manera vacilante. Vas a encontrar "narraciones
  de contactos" partiendo de situaciones humanas elementales: el cansancio,
  la prisa, la muerte, la monotonía, la gracia, la des-gracia... Son relatos
  esquemáticos en los que todo ocurre con mucha rapidez, pero piensa que como
  el encuentro con Dios es una relación, hay que invertir en ella tiempo y
  paciente espera. Lo que vas a leer son sólo pistas, luego tú seguirás tu
  propio camino y tus propios ritmos para encontrar a Dios y dejarte encontrar
  por El a través de todo lo que constituye la trama de tu vida: relaciones,
  deseos, miedo, alegrías, soledad, inquietud, asombro... Puedes
  empezar ahora mismo, estás en buen lugar allí donde estés y en buen momento
  tal como te encuentras ahora. Quizá
  en este instante estés empezando el aprendizaje vital más apasionante de tu
  existencia.[1] DESDE EL CANSANCIO De
  pie en el metro abarrotado, con doce interminables estaciones por delante.
  Arrastrando el carro de la compra escalera arriba (cuarto piso sin ascensor).
  Detrás del  mostrador, o delante
  del ordenador, o junto a la pizarra de la clase, hartos de clientas pesadísimas,
  ciudadanos impertinentísimos o niños inquietísimos (y yo con la cabeza a
  punto de explotar...) De noche, sentada en una silla metálica junto a la cama
  del abuelo, internado por tercera vez en dos meses por la cosa de los
  bronquios. Ahora
  y aquí. Detecto
  mi cansancio, trato de no rechazarlo. Está aquí, conmigo, pesando sobre mí,
  hinchando mis piernas, atacándome por la espalda, rodeando mis riñones. Lo
  saludo, intento llamarlo por su nombre: "Tanto gusto, Doña Bola de
  Plomo", "¿Cómo le va, Don Saco de Arena?", "Parece que
  vienen Vds. mucho por aquí...(Si consigo sonreir un poco, todo puede ir
  mejor...) Trato de respirar despacio, de tomar una pequeña distancia, de
  despegarme de mi propia fatiga, de abrir un espacio a otra Presencia. Leo
  o recuerdo: "Jesús, cansado del
  camino, se sentó junto al pozo. Era mediodía" (Jn 4,6) Le miro tan
  derrotado como yo, y encima el calor y la sed. Me siento yo también en el
  brocal del pozo o en el bordillo de la acera junto a él. No tengo ganas de
  decir nada y a lo mejor a él le pasa lo mismo. Estamos en silencio, comunicándonos
  sin palabras por qué estamos tan agotados. Quizá le oigo decir con timidez:
  "Cuando estés muy cansada o con agobio, vente aquí y lo pasamos juntos.
  Es lo que hago yo con mi Padre y no sé bien cómo, pero estar con él me
  descansa."  Me
  habla de gente que conoce desde hace tiempo, gente importante y famosa, de la
  que sale en la Biblia, amigos suyos al parecer, que todo el mundo piensa que
  eran muy fuertes y muy resistentes, pero que de vez en cuando no podían más
  y se querían morir, de puro cansados: un tal Moisés que se quejaba mucho a
  Dios porque llevaba detrás un pueblo muy pesado y a ratos le presentaba la
  dimisión y le decía: "Si lo sé, no vengo" (al desierto, claro), y
  cosas parecidas (Num 11,11-15). Pero a pesar de todo, no le fallaba nunca a la
  cita, y eso que era en lo alto del Sinaí y no estaba ya para muchos trotes... O
  también el profeta Elías, que había montado un show
  de mucho cuidado en el monte Carmelo, se había cargado a todos los profetas
  de la oposición  (esas cosas por
  entonces no se veían tan mal como ahora...), había conseguido lluvia después
  de tres años de sequía y había hecho una salida triunfal corriendo delante
  del carro del rey...(1Re 18); pues en la escena siguiente, sale huyendo hacia
  el desierto porque la reina Jezabel, que era malísima, lo amenaza, se adentra
  por allá solo, empieza a caminar sin rumbo y cuando está ya medio
  deshidratado y al borde de la insolación, se tumba debajo de un arbusto y se
  pone a dar voces  diciendo que se
  quiere morir y que ya no aguanta más. Y a Dios le dio muchísima ternura
  verle así de derrotado y le mandó por mensajero agua fresca y pan recién
  hecho, y sobre todo unas palabras de ánimo que lo dejaron como nuevo y le
  ayudaron a reemprender el camino hacia el Sinaí que era donde le había
  citado Dios (que se le nota como una fijación con ese sitio...) (1 Re 19). Le
  hablo yo también de conocidos míos que andan peor que yo: un compañero de
  oficina que tiene a su suegra en casa con Alzhymer y no les deja pegar ojo por
  las noches. Una amiga de toda la vida con un hijo drogata que ha dejado cinco
  veces los programas de rehabilitación y la familia está al borde de la
  locura. Gente que he visto en una exposición de fotografías de Sebastiao
  Salgado trabajando en una mina de oro de Brasil en 
  condiciones estremecedoras. Nos
  quedamos callados otra vez. El me sugiere que pongamos todo ese cansancio
  entre las manos del Padre, que reclinemos la cabeza en su regazo, como en esa
  escultura en que Adán descansa la cabeza sobre el regazo de su Creador que
  tiene puesta la mano sobre su cabeza. Lo hago y me quedo dormida un ratito. Me despierto y sigo cansada, pero es distinto. Vuelvo a respirar hondo. Gracias. Hasta mañana. DESDE
  LA PRISA Sólo
  a mi puede pasarme que se me rompa la lavadora precisamente el día en que
  tengo que hora en el médico, cita con la tutora de mi hija Ana, recogerla
  luego en casa de mi cuñada que se la ha llevado al cine y dos llamadas
  urgentes en el contestador: mi madre: "te necesito para que me acompañes
  al dentista"; mi marido desde Barcelona: "...me lo fotocopias y me
  lo mandas por correo urgente". Y por la noche, cena en casa de una amiga
  que está deprimida.  Termino
  exhausta de recoger la inundación y salgo de casa a toda velocidad, cruzando
  a lo loco para parar un taxi con riesgo de atropello. Y una vez dentro, lo que
  me faltaba: atasco en la M30. Parados. Bueno, yo parada no, porque mi mente
  galopa sin resuello, escoltada por los fieles lebreles del agobio y la
  ansiedad.  Ahora
  y aquí. Me
  recuesto en el asiento, cierro los ojos y respiro profundo. Busco la sensación
  de prisa en los escondites de mi cuerpo: ¿en la cabeza? No. ¿En los pies?
  Tampoco. La descubro alojada en los alrededores del estómago y en el vértice
  de los pulmones, que es desde donde estoy respirando, como si tuviera un
  ataque de asma. Ya te tengo, estás ahí, no te escondas que te siento.
  Contemplo mi prisa: es un mono que brinca; un tumulto de gente empujándose
  para entrar en unos almacenes el primer día de rebajas; una carrera
  desenfrenada por llegar a ninguna parte. Trato
  de sacarla de sus escondrijos y de que me deje un poco tranquila. La pongo
  delante de mí, sobre la alfombrilla del taxi. 
  Abro la ventanilla para ver si se escapa por ahí como el genio de
  Aladino. Recurro al humor y reúno mentalmente a todos lo que me esperan. Los
  imagino haciéndose cargo de la situación: mi médico escuchando las quejas
  de la tutora por el plantón y recetándole Valium 5; ; mi amiga deprimida
  contándole sus penas a mi madre mientras le pone coñac con aspirina en la
  muela del juicio; el dentista en casa con su bata blanca, tratando de
  arreglarme la lavadora; Ana haciendo barquitos de papel con las fotocopias que
  está esperando su padre desde Barcelona y echándolas a navegar por la nueva
  inundación que ha conseguido el celo artesanal del dentista. Y luego, todos a
  cenar juntos para celebrar que yo haya desaparecido, seguramente a tomarme un
  respiro: "pobrecilla, tiene demasiadas cosas encima..." Un
  poco más relajada, saco el evangelio del bolso y lo abro:  "Marta, Marta...
  " (- Señor, que me llamo Encarnita...). Ya lo sabe, pero le debo
  recordar mucho a aquella amiga suya que le pasaba como a mí: cada vez que él
  iba por Betania que era el pueblo donde vivía ella, se alojaba en su casa (Lc
  10,32-41); pero como no avisaba nunca, a la tal Marta le entraba el delirium
  tremens de los preparativos: se ponía a cocinar cuatro cosas a la vez, medio
  histérica: "no me da tiempo, no me da tiempo, y el horno que no va bien,
  y las patatas que siguen duras, y esta carne que debe ser de
  rinoceronte..." Miro
  a la otra hermana, a María, y me entra mucha envidia de verla tan tranquila,
  sentada junto a Jesús. Se levanta y me deja el sitio: "tengo que echarle
  una mano a Marta, si no se pone inaguantable..." Me siento sobre los
  talones como si fuera una gheisa y ni siquiera me dan calambres. La cosa
  empieza bien. Jesús
  me mira y mi montaña de prisas empieza a derretirse. Al contarle mis agobios,
  noto que se van ordenando, como si los fuera guardando doblados y limpios en
  un armario que huele a lavanda. Me acuerdo de un canto que oí en misa:
  "Entre tus manos están mis afanes, mi suerte está en tus manos."
  Se lo repito una vez, y otra... "No
  hay más que una cosa que es de verdad importante". Y me asombro al darme
  cuenta de que, en el fondo, eso que es lo "único necesario" está
  ya en el fondo de mi corazón lleno de nombres, lleno de rostros de personas
  que quiero y a las que quiero demostrar mi cariño. Sólo que tengo que
  aprender a hacerlo sin empeñarme en atender a diez asuntos a la vez, sin
  acelerarme, sin pretender llegar a todo, sino poniendo las cosas una detrás
  de otra y encontrando espacios de sosiego como éste con más frecuencia, dejándome
  mirar por Alguien que no me acosa, ni me exige, ni me reclama nada. Me
  entran ganas de rezar el Padre nuestro junto a Jesús y ahí se acaba de
  serenar mi ansiedad: al decirlo despacio, me doy cuenta de él también tiene
  prisas, pero diferentes: la de que todos nos enteremos de que a Dios podemos
  llamarle Padre y Madre; la de su apasionamiento por el sueño de Dios que es
  un mundo de hijos y hermanos reconciliados; la de contagiarnos la urgencia de
  que el que el pan y los bienes, que son de todos, lleguen a todos, porque en
  eso consiste eso que él llama Reino. "Son
  1.215, señora". Hemos llegado. Pago al taxista y le doy una propina espléndida:
  al fin y al cabo me ha llevado hasta Betania.  Doblo
  la esquina de la casa del médico y desde el bar de enfrente me llega el aroma
  de bollos recién hechos. Cruzo la calle y entro a tomarme un café y un
  croissant a la plancha. Hace
  una tarde preciosa. DESDE
  EL TANATORIO Me
  desplomo sobre una silla del tanatorio después de mirar por el cristal el
  rostro irreconocible de Mirentxu dentro de la caja y me pongo a llorar
  desconsolada. La noticia de su muerte ha sido un mazazo que no esperaba.
  Precisamente ella, que era un chorro de vitalidad, y de proyectos, y de
  sabiduría para disfrutar de la vida. Precisamente ella, que era un nudo de
  relaciones, una de esas personas con el don rarísimo de establecer vínculos
  estables y únicos con montones de gentes de todo tipo y condición.
  Precisamente ella, que nos hacía falta a tantas personas y que nos deja tan
  desvalidos, a Luis y a los niños sobre todo. Y justo cuando parecía que
  estaba mejor y que el tratamiento estaba surgiendo efecto.  No
  hay derecho, pienso. Y me suben oleadas de rebeldía y de preguntas. ¿Por qué
  ella, por qué? No entiendo nada ni quiero entenderlo; es injusto y cruel e
  incomprensible y se me atascan las lágrimas en la garganta.  En
  el tanatorio abarrotado hay un silencio denso. Miro los rostros de tanta
  gente, conocida y desconocida y leo en todos el mismo estupor y la misma pena
  honda que nos quita hasta la gana de hablar. Va
  a haber una misa y siento, junto a la necesidad de rezar, una especie de
  bloqueo con Dios, una imposibilidad de dirigirme a El, porque en el fondo le
  estoy pidiendo cuentas de esta muerte incomprensible. Espero que el cura no se
  ponga a repetirnos una homilía de plástico de las de siempre: que la muerte
  es un misterio insondable, que ella está ya gozando en el cielo y que nos
  tiene que consolar mucho el que haya dejado de sufrir. Lo miro con prevención,
  conminándole internamente a que se abstenga de decirnos nada de eso. "Lectura
  del santo evangelio según San Juan":  "Las
  hermanas de Lázaro le mandaron este recado:-Señor, tu amigo está enfermo
  (...) El dijo: "-Nuestro amigo Lázaro está dormido; voy a
  despertarlo.(...) Al ver a María llorando y a los judíos que lo acompañaban
  llorando, Jesús se estremeció por dentro y dijo muy agitado:-¿Dónde lo habéis
  puesto?. Le dicen: -Señor, ven a ver. Jesús se echó a llorar. Los judíos
  comentaban: -¡Cuánto lo quería...!" (Jn 11,3.11.35)   No
  comenta nada y propone unos momentos de silencio. Ahora
  y aquí.
  Renunciar a las explicaciones, a los intentos de saber por qué, al lenguaje
  nefasto del "Dios lo ha permitido", "hay que aceptar su santísima
  voluntad...", "se ve que ya había completado su carrera, después
  de hacer tanto bien..."  ¡Fuera!
  Echar a latigazos a esos mercaderes que nos ofrecen idolillos canijos del dios
  que "se lleva siempre a los mejores...", del dios de "los
  inescrutables designios", del dios que decidió ayer, con el pulgar hacia
  abajo como Nerón, la muerte de Mirentxu. 
   Expulsar
  a la calle, sin contemplaciones, a todos los que intenten 
  profanar nuestro templo y ocupar con palabras huecas como globos
  hinchados, el espacio vacío de una ausencia que nos hace daño. Porque ese
  dios con el que pretenden consolarnos no tiene nada que ver con el de Jesús. Y
  por eso, abrirle la puerta solamente a él, deshecho también por la muerte de
  su amigo Lázaro. A ese Jesús que también preguntaba "por qué",
  que se atrevió a decir que no quería morir y que gritó: "Dios
  mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?  
  Dejarle entrar, y sentarse junto nosotros, y llorar porque Mirentxu ya
  no está a nuestro lado y porque no está dormida sino muerta.  Aceptar
  su silencio, tan impotente como el nuestro y también sus lágrimas. Apoyar la
  cabeza sobre su hombro y hablarle de ella, y de cuánto la queríamos, y del
  hueco que nos deja.  Dejar
  que su presencia vaya dándonos seguridad y amansándonos la rebeldía, no el
  dolor. Consentir que, tímidamente, se nos vaya encendiendo en medio de la
  oscuridad la llamita de una fe vacilante; escuchar su voz que nos asegura 
  que Mirentxu está en buenas manos.  Pedir
  a Jesús que ponga la roca de su propia fe debajo de nuestros pies, que nos
  deje apoyarnos en la confianza inquebrantable que él tenía en aquél a quien
  llamaba Abba, Padre. Confesarle
  que aborrecemos las calcomanías de colores chillones que nos presentan un
  cielo lleno de ángeles tocando el arpa y personajes vestidos de blanco y
  palmas en las manos, como en un interminable domingo de Ramos y sin más
  aliciente que la visión beatífica. Escucharle recordarnos que él de lo que
  habló fue de un hogar caliente con sitio para todos, de una mesa abierta en
  la que habrá buena comida y vinos de solera, de un Dios que enjugará las lágrimas
  de todos los rostros y lavará los pies de sus hijos, llenos de polvo del
  camino. Y que no tiene la culpa de que luego vengan algunos teólogos y lo
  compliquen todo. Quedamos
  con él y entre nosotros en que lo de Mirentxu no se va a acabar aquí: que
  vamos a seguir cuidando el tejido relacional que ella ha dejado a medias, y
  que cada uno va a encargarse de recordar a los otros que ella nos sigue
  animando en una tarea en la que queda mucho por hacer. Son
  las 12 de la noche y cierran la sala donde estamos. Fuera ha descargado una
  tormenta y huele a asfalto mojado. Nos abrazamos fuerte y nos miramos sin
  decirnos más que "Hasta mañana".  Pero
  cada uno de nosotros ha vuelto a encontrar, como tantas veces nos ocurría al
  estar junto a Mirentxu, la certeza de que la muerte no tiene la última
  palabra y de que la Vida es siempre más fuerte.  DESDE
  LA MONOTONIA "-
  Con esta es la décima vez que os explico en este mes que que en el verbo
  "hacer", la a que va
  delante del infinitivo es preposición y no lleva h,
  pero si va delante de participio sí la lleva porque es la forma compuesta del
  verbo: o sea que no es lo mismo "voy a hacer" que "él ha
  hecho"..." Treinta y dos caras de chavales miran la pizarra sin
  verla, mucho más interesados en las Spice Girls, los problemas de su acné o
  el fútbol que en los arbitrarios caprichos de distribución de la H. Aborrezco dar clase los viernes por la tarde. "-Paco, me va a poner tres rodajas de pescadilla y cuarto y mitad de boquerones. Y me los limpias, por favor." Diez minutos más de cola en la pescadería y aún me queda la de Dionisio, el pollero, que nunca tiene prisa y siempre pregunta a la que le toca:"-¿Qué te pongo, bonita?"; y luego la de la frutería barata, que está como siempre a tope. Cada viernes por la tarde, lo mismo. "Y
  entonces fue mi sobrino y le dijo al médico:"-Oiga dostor
  ¿y cree Vd. que voy a quedar bien de la operación de juanetes?" La
  hermana Aurelia tiene el don de ponerme irracionalmente frenética (será que
  es viernes por la tarde), no sólo porque dice dostor
  y es inútil intentar que lo pronuncie bien, sino porque no soporto
  escucharle, una vez más, la historia de los juanetes de su sobrino. ¿Será
  que es ésto lo que la vida da de sí? ¿O tendré yo alguna neurosis oculta
  que me hace tan aburrida la monotonía de lo cotidiano y me la convierte en
  una penitencia? Porque a veces me imagino el purgatorio como una banda sonora
  en que se oye mi voz explicando, sin interrupción, las reglas de la H; a
  Dionisio el pollero repitiendo como una cacatúa amaestrada: "¿Qué te
  pongo, bonita? ¿Qué te pongo, bonita?", y al sobrino de la hermana
  Aurelia, tan inasequible al desaliento como su tía, haciéndole al dostor
  la trascendental pregunta acerca del porvenir de sus juanetes. Albergo
  la sospecha de que el problema del rechazo al peso de lo cotidiano está en mí
  y no en todo eso que me produce tanto tedio; pero hay días, y hoy es uno de
  ellos, en que me hundo en la miseria al verme tan incapaz de mirar lo que me
  rodea sin encontrarlo desteñido, amorfo, repetitivo y sin rastro de novedad.  Ahora
  y aquí.
   Abro
  el evangelio y voy a parar a la curación del ciego Bartimeo (Mc 10,42-56). Me
  siento yo también en la cuneta, consciente de que estoy tan ciega como él, y
  me pongo primero a susurrar y luego a gritar: "Jesús, ¡ten compasión
  de mí...!" Sigo
  leyendo: "Llamaron al ciego
  diciendo:-¡Ten ánimo! ¡Levántate! Te llama..." (Mi deformación
  lingüística me hace fijarme, de entrada, en que el ciego escuchó dos
  imperativos muy fuertes y muy desestabilizadores, pero que descansaban sobre
  un indicativo glorioso: "te
  llama". Ahí debió estar para Bartimeo la fuerza secreta que le hizo
  soltar el viejo manto de su vieja mentalidad y dar un brinco para ir al
  encuentro de Jesús.) Decido
  dejarme atraer por la fuerza de esa llamada y me acerco a él. Me paro delante
  del Maestro con mi mirada cegata y trato de exponerme, con todas mis zonas de
  sombra y las escamas de mis ojos, ante una mirada que no me juzga con
  severidad ni me hace reproches, sino que me envuelve en una ternura cálida,
  como la del sol en una mañana de verano.  Estoy
  ahí callada y sin prisa, dejándome mirar, con cierto temor en el fondo a
  resultarle pesada y reincidente con mis problemas, como me pasa a mí con la
  gente. Le digo que atienda primero a Bartimeo que al fin y al cabo estaba
  antes que yo, pero sobre todo porque me parece que mi caso es más complicado
  y le va a llevar más tiempo.  Nos
  sentamos al borde de la cuneta y me pide que le hable de de los chavales de mi
  clase. Llevo con ellos tres años y me conozco bien la problemática de cada
  familia y la situación conflictiva del barrio. Al nombrarle a cada uno me doy
  cuenta de cuánto los quiero y cuánto me importan, y me ocurre algo parecido
  al hablarle después de la comunidad: de lo que siento que me aportan, del
  camino de Evangelio que intuyo en cada una, de los vínculos que nos unen, más
  allá de las tensiones y las dificultades de la convivencia, del proyecto común
  que llevamos entre manos...  Y
  él me habla de sus años en Nazaret y del misterio de que siendo las horas y
  las semanas y los años tan iguales, había una novedad escondida en lo que
  iba descubriendo cada día: lo que el rabino le leía de los profetas en la
  sinagoga; el campo, tan distinto en otoño, en invierno o en primavera; la
  sorpresa de que un mismo salmo le resonara diferente si era su madre o José
  quien lo rezaba; el crecer de los niños del pueblo y el envejecer de los
  ancianos... Y también el deseo creciente de decirle a la gente más hundida
  que el reino de Dios está ya dentro de cada uno, y la alegría de darse
  cuenta de que cada día le iba creciendo la afinidad con el Padre del cielo.  Me viene a la memoria, de pronto, una frase del cántico de
  Zacarías: "por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visita
  el sol que nace de lo alto..." y siento que también a mí me está
  visitando el sol, y que está colándose por las rendijas del cuarto oscuro
  donde se agazapan mis ansiedades y mis harturas.  Sé
  que, como Bartimeo, no tengo otro modo de recobrar la vista que éste de
  dejarme iluminar por las palabras de Jesús y su presencia; pero pienso que a
  mí no se me van a curar los ojos de repente, sino poco a poco, y con
  paciencia, y recibiendo humildemente, como si fuera el pan, la luz de cada día.
   Y
  que tengo que ir aprendiendo pacientemente a acoger la presencia del Reino
  escondido en lo cotidiano, y asombrarme de que ese amor que está en mí y que
  no me pertenece pero me habita, me vaya haciendo capaz de descubrir la novedad
  de cada persona y de cada cosa. Para
  este viernes por la tarde ya tengo la luz que necesito y, de momento, voy a
  ponerme a discurrir alguna manera nueva de explicar las reglas de la H. Quizá
  y como práctica cuaresmal de este año, le pida a la hermana Aurelia que
  invite un día a merendar a su sobrino y así poder evaluar, en vivo y en
  directo, los resultados de la intervención del dostor,
  no sea que también yo tenga que operarme un día de juanetes.  De
  todas maneras, he tomado una decisión en la que pienso ser inflexible: a
  partir del próximo viernes voy a comprar el pollo en el puesto de "Aves
  Gómez" donde, además de despachar muy deprisa, te saludan diciendo:
  "Vd.me dirá en qué puedo servirle, guapa..."  DESDE
  LA GRACIA Y LA DES-GRACIA "Yo
  nací un día Al
  salir del geriátrico de visitar a una anciana demenciada con la que tengo un
  parentesco lejano, estoy por darle la razón a César Vallejo. Porque lo que
  vengo de ver me ha dejado los ánimos por los suelos y el corazón lleno de
  agobio: he visto a personas que no es que van envejeciendo, sino que se
  desploman mientras la vida los va deshabitando. Pero
  me doy cuenta de que mi malestar desborda la situación concreta de este
  aparcamiento para viejos: siento una especie de opresión en el pecho y una
  especie de marea negra que me va invadiendo. Noto que, de repente, se me ha
  esfumado toda la ilusión que tenía por la vacaciones que empiezo pasado mañana
  con dos amigas (después de ahorrar durante años, por fin vamos a poder
  realizar el sueño de ir a Grecia y recorrer las islas de Egeo). Estoy
  en un momento de plenitud de mi vida: trabajo en lo que me gusta, me siento
  querida y vinculada con mucha gente y  estoy
  metida de lleno en aprendizajes vitales que me dinamizan y me ayudan a
  disfrutar de la existencia. Y además he empezado un proceso de profundización
  creyente que me está haciendo encontrar a Dios en lo más hondo de mí misma,
  dándome una sensación nueva de armonía y serenidad. Pero
  en este momento ni serenidad, ni plenitud, ni armonía: más bien caos y
  desconcierto.  Se ve que mis
  avances deben ser muy frágiles porque esta tarde se me está descolocando
  todo. Hasta la fe. La siento como un torreón que parecía fuerte pero que
  ahora está asediado por un ejército de dudas y preguntas y deja ver la
  debilidad de sus cimientos y las brechas de sus muros. Y casi lo de menos es
  lo que he visto esta tarde: lo peor es el aluvión de recuerdos, datos e imágenes
  que se han desencadenado en mi conciencia; como si, al entreabrir mi puerta 
  para dejar entrar a alguien que sufre, estuvieran aprovechando para
  irrumpir en mí no sólo tristes imágenes de geriátricos o psiquiátricos,
  sino las de esas multitudes heridas y empobrecidas del mundo, todas esas
  situaciones que prefiero habitualmente relegar a zonas de olvido, con el
  pretexto de que yo no puedo solucionar nada y de que se trata de problemas
  mundiales que me desbordan. Así
  que aquí estoy, en plena calle y en víspera de mis vacaciones, viendo
  desfilar por mi imaginación los rostros de los niños de aquel siniestro
  orfanato de China, los de los mendigos que piden en los vagones del metro,
  caravanas de gente famélica en Africa y de indígenas expulsados de sus
  tierras y la foto de premio Pulitzer de aquel buitre acercándose a una niña
  etíope moribunda. Y
  Dios ausente de todo ese dolor (lucho con la tentación de hacerle
  responsable..). Y su presencia, tan compañera de mis días, en paradero
  desconocido cuando más falta me hace. Y todas las explicaciones sobre el mal
  que leí en el libro que me recomendó un cura amigo y en el que 
  todo estaba clarísimo, absolutamente inservibles. Sólo un peso a
  agobiante del sin sentido de la vida humana, mientras yo estoy con las maletas
  hechas para escapar de su amenaza refugiándome en Corfú.           
  Ahora y aquí.
  Entro en una iglesia que me pilla de camino, 
  milagrosamente abierta y me siento en el último banco con la cabeza
  entre las manos. Lo primero que se me ocurre es que Dios 
  va a pedirme que renuncie al viaje a Grecia (en realidad lo doy ya por
  perdido...), que dé el dinero a Manos Unidas y posiblemente que me vaya de
  voluntaria durante las vacaciones a algún campo de refugiados del Zaire. Pues
  no, ni eso. Sólo silencio, y ausencia, y un muro de granito detrás del que
  debe estar un Dios que se ha vuelto amnésico y hermético. Salgo
  peor de lo que entré y me vuelvo a casa porque entre otras cosas, y más allá
  de problemas metafísicos, tendré que llamar a mis amigas y a la agencia con
  el bombazo de que anulo el viaje. Me derrumbo en el sillón junto a la mesita
  del teléfono, donde dejé el libro de Vallejo y vuelvo a abrirlo de manera
  mecánica, como para retrasar la decisión de las llamadas: "Y
  Dios sobresaltado nos oprime Lo
  cierro y me quedo en silencio, sobrecogida. Dejo pasar mucho tiempo.  Se
  está haciendo de noche y me sorprendo al contactar en mi interior con una
  sensación de infinito asombro. Porque muy lentamente, me voy dando cuenta de
  que mi imagen de Dios se me está "deslocalizando", se está
  retirando de los espacios donde yo lo tenía fijado para emerger,
  misteriosamente, en ese mundo subhumano que me provoca temor y rechazo, en
  medio de esas situaciones donde me parecía abolida la esperanza. Y
  desde ahí me invita a no huir de los infiernos del sufrimiento cotidiano de
  la gente, sino a descender con él, que los ha conocido y vencido desde
  dentro. A no pretender acallar mis preguntas a fuerza de razonamientos ni
  evasiones, sino a cargar pacientemente con ellas y a tratar de buscar un nuevo
  alojamiento para mi fe que no sea la tranquilidad de un optimismo ignorante,
  sino la inquieta certeza que abre la esperanza. Una esperanza "que nace
  en medio de la aflicción, esperanza humedecida por las lágrimas y por la
  sangre, pero no por eso menos real y vital. Dios enfermo, ausente y sordo, y a
  la vez Dios enfermero, interesado y tierno."[2] Empiezan
  a bullirme por dentro cosas en las que tiene que 
  cambiar en mi vida: valores a jerarquizar (¿com-pasión por encima de
  búsqueda de armonía personal?); determinaciones que tomar (¿dónde y con
  quiénes reemprender mi búsqueda de ese Dios que no se agota en mi
  interioridad?); lugares nuevos que frecuentar (¿no habrá
  "infiernos", más cercanos a mí de lo que creía, a los que
  comenzar a aproximarme?); recursos personales (¿tiempo, saberes, proyectos,
  entrañas...?) que puedan servirle a Dios de "dedos" que hagan
  llegar esperanza a tantas heridas... Toda
  yo soy un volcán de inquietud y de interrogantes. Pero, increíblemente, en
  este momento, y aunque supongo que la decisión es ambigua, siento que tengo
  que irme con mis amigas a Grecia y disfrutar allí con toda el alma.  Porque
  intuyo que este Dios de rostro nuevo que hoy me visita, es también el Dios de
  la alegría humana y de la fiesta, el del Cantar de los cantares y la danza a
  la orilla del mar; el de la esplendidez de vino en Caná y el derroche de pan
  en el desierto. No es sólo el Dios de los límites, es también el Dios de
  aquellos momentos de plenitud en los que a veces experimentamos, como en un
  anticipo de lo definitivo, la dicha prometida a los hijos, cuando el último
  enemigo vencido sea la muerte y ya no haya llanto, ni luto, ni gemido. Y
  eso, al menos por esta vez, necesito celebrarlo con él desde Corfú. [1]
    Un consejo: cómprate un Evangelio pequeño y un librito de Salmos que no
    pesen ni abulten para poder llevar al menos uno de los dos siempre contigo. [2]GUSTAVO
    GUTIERREZ, "Lenguaje Teológico: plenitud del silencio, Páginas
    137 Feb.1996, 67 Volver al sumario del Nº 5 Volver a Principal de Discípulos 
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