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Psicología Pastoral - Nº 7 - Dic. 2004

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

 

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Envejecer:
apertura a lo trascendente

Eduardo López Azpitarte
elasi  @ probesi.org

1.         La vida como éxodo

 A lo largo de la historia han existido muchos términos literarios, poéticos, simbólicos, culturales, religiosos, para expresar el acontecimiento de la vida. Es el gran teatro del mundo, donde cada individuo representa un papel; los ríos que van a dar a la mar, como una corriente impetuosa que a todos nos lleva por delante hacia el morir; la flor del campo que, a pesar de su belleza, enseguida se marchita; un exilio como castigo o venganza de los dioses; un laberinto en el que no se encuentra ninguna salida; un resplandor fugaz en medio de la nada; vanidad de vanidades y todo vanidad, sin que nada responda a la nostalgia más profunda del ser humano. Son formas distintas de expresar una misma realidad que nunca se ha considerado, por la experiencia de todos, como eterna y definitiva.

En la Biblia se emplea con frecuencia otra expresión, que es aceptable incluso para los que no tenga fe, y recoge, tal vez mejor que otras, la vivencia humana de lo que supone el existir. La vida es fundamentalmente un éxodo; alguien que se pone en camino hacia una meta, sin saber la distancia que resta hasta el final, ni las sorpresas que se presentarán en el camino, ni el tiempo que queda por delante. Vivir es una peregrinación continua, en la que no hay posadas que ofrezcan un descanso definitivo, sino que cada día se toma de nuevo el atillo sobre el hombro para cubrir de nuevo otra etapa.

            Los psicólogos insisten en que, para la maduración humana, es imprescindible aceptar la frustración, provocada por el abandono y la ruptura, que rompen esa especie de omnipotencia infantil que no permite ningún desengaño. Hasta dentro de una visión agnóstica, sin acudir a ninguna dimensión trascendente, es la única condición para vivir con serenidad. *A veces aparece el cansancio de la finitud, que se traduce en el desconsuelo y zozobra ante la vida; pero es el resultado de una mala educación. Nadie puede cansarse de vivir si está educado en el amor a lo finito+. Frente al destino del envejecimiento no cabe tampoco otra alternativa que la de la aceptación pacífica y serena, o la negativa rebelde de quien, aunque no quiera esa reconciliación, no tendrá más remedio que soportarla. La reconciliación suaviza, serena, pacifica, como una terapia espléndida para enfrentarse con una verdad que no resulta atractiva y seductora.

2.         El comienzo de una historia

Pero existe otra perspectiva, todavía más completa, para acercarse a este mismo fenómeno. Me refiero a la posibilidad que tiene el creyente de iluminarlo con un enfoque sobrenatural, que repercute también en su psicología y desborda hacia fuera en la serenidad de su vida. Nada de lo que hemos dicho hasta ahora pierde su valor, cuando se penetra en el mundo de la fe. El psiquismo humano funciona de la misma manera, al margen de las creencias  religiosas. Es más, la vejez será más o menos idéntica, según las condiciones peculiares de cada individuo, sin que la dimensión religiosa intervenga de forma directa en el desarrollo de este proceso. Lo que sí posibilita es un nuevo punto de mira que permite contemplar la misma realidad, con otros matices bastantes diferentes.

           El gran mensaje de la revelación -y el salto más difícil para el que confía en su palabra- es que el amor de Dios por sus criaturas está presente en toda la biografía del universo. Ya, desde las primeras páginas del Génesis, se vislumbra el proyecto de Dios sobre la humanidad. Cuando uno se acerca a estos relatos primitivos, no es para encontrar en ellos una preocupación científica o histórica, que explique cómo surgió la vida o cómo se desarrolló todo el proceso hasta la existencia del ser humano. La Biblia no es un libro científico ni una síntesis histórica, que responda a nuestras inquietudes actuales para colmar ignorancias o curiosidades sobre nuestro origen. Sin optar por ninguna hipótesis o teoría, los relatos de la creación, con la belleza e imágenes de una profunda parábola literaria, desea comunicar simplemente una verdad teológica. Dios está al comienzo de la historia más primitiva, con un gesto de cariño creador, para que toda existencia se remita a Él, como a su fuente primera. Es la fe en un creador que realiza su obra a través de múltiples mediaciones humanas, sobre las cuales los científicos podrán discutir.

El creyente sólamente añade que, en la aurora de aquel comienzo, la razón última no fue el simple azar, sino el amor que quiso poner en movimiento la creación en la que vivimos, y tantos mundos aún desconocidos sobre los que apenas sabemos nada. Ninguna teoría científica podrá negar esta creencia que tampoco elimina ni destruye las posibles hipótesis sobre las que trabaja la ciencia, aunque pueda darle a sus explicaciones una coherencia mayor. *Al principio creó Dios el cielo y la tierra+ (Gén 1,1) es la gran verdad que recuerda al creyente sus raíces religiosas. Es significativo que el relato se escriba en el momento en que Jerusalén cae en manos de los enemigos, incendian el Templo y muchos judíos son deportados a Babilonia. En esta situación trágica, cuando la esperanza en las promesas de Yahvé parecían caer por tierra, se les recuerda que es Dios quien está al comienzo de su historia, surgida de sus manos poderosas y de su inmenso corazón.

3.         Nada termina con la muerte

Pero la Biblia, ya desde el mismo Antiguo Testamento, ofrece una dato de mayor interés aún. Nada de lo que nace en aquella primera aurora de la creación termina con la destrucción de la muerte -la gran barrera de cualquier utopía humana- ni está destinado al fracaso definitivo. Es la gran verdad de la revelación, aunque con nuestros esquemas es imposible imaginarse, por mucha reflexión que se haga sobre los datos revelados, cómo se realizará semejante transformación.

Hay que reconocer que no tenemos esquemas adecuados para penetrar en ese misterio. Cuando san Pablo afirma que por el bautismo hemos sido sepultados en la muerte de Cristo, nos recuerda que también resucitaremos y viviremos con Él (Rom 6,1-8), pero nadie nos explica cómo. También Jesús muere sin la experiencia de la resurrección, entregándose confiado en las manos del Padre. Desde una visión demasiado helenista hemos pensado siempre en la reanimación milagrosa del cadáver destrozado para unirse definitivamente con el alma inmortal. La concepción bíblica es mucho más totalitaria. El término basar no hace referencia exclusiva al cuerpo, sino que expresa la forma concreta en la que el individuo se relaciona con el contorno de su existencia. Todo su ser -cuerpo, alma, naturaleza, comunidad- está implicado en la duración de cada historia personal, pero bajo el signo de la fragilidad, de la limitación, de la finitud. La salvación ofrecida por Dios no es un simple arreglo estético de la corporalidad destruida por la muerte, sino un nuevo estilo de vivir en el que ninguna realidad humana queda condenada a la destrucción.

Por ello, en las apariciones de Cristo resucitado se nos manifiestan también las cicatrices de su cuerpo, testigos de su pasión y dolor, pues nada de su historia permanece en el olvido. Su vida, rota y destrozada, es acogida por Dios para demostrar que Él tiene la última y definitiva palabra. Lo que fue cruz seguirá presente, pero ahora transformado por la gracia de un encuentro que nos recuerda lo que nunca más volverá a suceder. Es un símbolo espléndido de lo que acontecerá a todos los que confían en su promesa. Ninguna lágrima será inútil, ninguna cicatriz volverá a sangrar, ningún recuerdo provocará la tristeza o desesperación. Nada habremos perdido de nuestra pequeña y limitada historia, pues hasta las huellas más negras del pasado serán motivo de gozo. Tal vez, cuando Jesús nos invita a confiar en su providencia, que cuida de las aves del cielo y de los lirios del campo (Mt 6,25-34), no es una llamada a la ingenuidad, como si todo nos lloviera pasivamente del cielo. Pide buscar primero el reino de Dios y su justicia que lo demás, en el mañana, se nos dará por añadidura. Un anuncio de que, en el más allá, el cariño de Dios *hará mucho más con vosotros+, cuando la necesidad e indigencia de cualquier índole sean superadas para siempre. La belleza de la creación será, entonces, un pálido reflejo de la plenitud que Él ha destinado a sus criaturas.

4.         Un ser para la resurrección

Es comprensible que la persona mayor mire hacia atrás con un dejo de nostalgia, pues ha tenido que desprenderse de tantas cosas que ya no podrá recuperar. Me impresionaron las confesiones de Simone de Beauvoir, cuando al recordar los libros que ha leído, los lugares visitados, el saber que acumuló, las experiencias tenidas, y hasta el avellano que, alegre, contempló de muchacha, descubre, llena de desconcierto, que todo ha sido un engaño, una falsa ilusión, pues, de repente, ya no queda nada. El creyente verdadero nunca se deja vencer por la añoranza. Si mira hacia el pasado es sólo por descubrir la huella de Dios en su historia, pero su vista está fija en el futuro. La fe le ha hecho comprender que ningún trozo de su biografía podrá perderse. Como si Dios fuera recogiendo todo lo que nos abandona y perdemos para recuperarlo de nuevo, más allá de nuestra existencia temporal. No somos tanto un ser para la muerte, como ha insistido la filosofía existencial, cuando analiza la caducidad de lo humano. Desde la fe tendríamos que hablar de un ser para la resurrección.

También Jesús sintió el desconcierto y la sensación del fracaso, hasta entregar su vida en un gesto de abandono confiado. Y a ese Dios despojado aparentemente de un poder sin límites, en el fracaso y muerte de Jesús -como en tantos fracasos y muertes humanas-, la Iglesia lo proclama como pantocrátor, como el que gobierna todo, como el que tiene al universo en sus manos. Pero su omnipotencia permanece escondida en el misterio de su amor, mientras caminamos por el mundo. Su fuerza aparecerá algún día, cuando descubramos que nada escapó a su providencia y que el triunfo final está asegurado por su promesa inquebrantable. Será el momento de la consumación definitiva, cuando Él sea todo en todo (cf. 1Cor 15,24-27). Mientras tanto, nos queda la esperanza. El Dios que acogió el fracaso y la muerte de Jesús para resucitarlo del sepulcro, nos enseña ya que la cruz no es su palabra definitiva. Desde ese momento hace posible, aunque no lo comprendamos fácilmente, que ninguna realidad, por muy negativa que sea, termina siendo estéril o infecunda.

5.         Jesús siembra una nueva esperanza

           Es recuperar el sentido de una verdad que aceptamos en nuestro Credo, cuando se afirma que Cristo *descendió a los infiernos+. El sheol era para los judíos el lugar de la muerte, donde no hay sufrimiento, pero tampoco alegría. Es el lugar del silencio en el que, aunque no exista castigo, tampoco se da ninguna retribución. El que ha muerto queda sepultado en la nada, sin ningún otro horizonte que se convierta en castigo o recompensa. Que Jesús baje hasta ese vacío de la humanidad indica que allí, donde sólo imperaba la muerte, deposita una semilla de  vida y liberación. Su descenso es un símbolo de que la vuelta al Padre no quiere realizarla en solitario, sin incluir en su triunfo a todos los que vivían sin esperanza. Desde entonces, en el corazón del creyente, no deberían de existir rincones habitados por la tristeza y el desánimo.

La vida, como la vejez y la muerte, es dura, aunque existan momentos de gozo y alegría que suavizan nuestro caminar. Incluso, si no se tiene ningún horizonte trascendente y el único futuro se redujera al silencio eterno de la tumba, la solidaridad altruista no tendría por qué desaparecer, ni el esfuerzo por una mejora de la sociedad o la lucha contra toda forma de opresión o injusticia. Valió la pena vivir, cuando la existencia se entrega al servicio de un mundo mejor, que otros gozarán más adelante. La fe no elimina este compromiso humano, sino que debería densificarlo con mayor fuerza y lo abre a otra perspectiva eterna. Basta recorrer la historia de cualquier ser humano para descubrir las cicatrices que van quedando grabadas en el corazón, recuerdo de acontecimientos pasados. Para el agnóstico queda siempre el recurso a la resignación, pero el horizonte del creyente posibilita una nueva lectura.

6.         Ven, Señor Jesús

Frente a ese derrumbamiento progresivo que la vida nos impone como destino, san Pablo utiliza una metáfora, henchida de una esperanza y optimismo cristiano. También él afirma que nuestra vida es una casa que se derrumba y destruye, pero este hecho no es motivo para la nostalgia y mucho menos para la desesperación. *Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desvanece, tenemos un edificio que viene de Dios, una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos+ (2 Cor 5,1). Morir  forma parte de nuestra existencia. El sentido que revista este acontecimiento depende de la perspectiva con la que cada persona lo analice: una tragedia que deberá suavizarse lo más posible; un destino que la naturaleza nos impone a la fuerza y frente al que es inútil luchar; o una llamada que nos abre a otros horizontes. El gran regalo de la fe nos posibilita el vivir esta experiencia como un tiempo de espera. A medida que las sombras se acercan y la vida se extingue, el creyente sabe que Dios está presente en esos momentos para convertir la noche en una eterna alborada.

Pocas oraciones hay tan llenas de optimismo y esperanza como la acción de gracias que elevamos a Dios en el prefacio más antiguo de difuntos: *Y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en tí creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo+. El Descanse en paz, que tanto se utiliza en la liturgia, y que permanece grabado sobre muchas tumbas, en su forma latina abreviada (R.I.P.), no es una frase vacía para el creyente. Sin negar la dura realidad, la nostalgia no brota por lo que se va perdiendo, sino que mira ilusionada a lo que está por venir. Y cuando el corazón se llena de esta esperanza, brota aquella súplica de la comunidad cristiana primitiva: Ven, Señor Jesús.


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