“La
vida tiene sentido sólo si se ama. El
5 de octubre de 2003 fue asesinada Annalena Tonelli, en las arenas del desierto
de Somalia en las que vivió treintaitrés años al servicio de los enfermos y
los pobres de África. Tras
catorce años de guerra civil y de terribles sequías y hambrunas, Somalia tiene
entre otros el doloroso privilegio del mayor porcentaje mundial de enfermos de
tuberculosis. En los años treinta los delirios imperiales de Mussolini llevaron
a los italianos al llamado Cuerno de África en son de conquista. A fines de los
sesenta Annalena saldría de su Italia natal para “ponerse de rodillas ante
esos testimonios de humanidad herida”. “Cuando hagas algo por los demás, no lo digas a nadie” –decía Annalena coherente con el evangelio de Jesús. Y sin embargo las atrocidades cometidas contra poblaciones musulmanas indefensas en 1985 la llevaron a levantar la voz por primera vez en bien de su gente... aunque eso le valiera luego la persecución y el destierro. Volvería a hablar públicamente a fines de 2001 al recibir el reconocimiento del Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) que le entregó el prestigioso galardón Nansen Award. Los amigos de Italia lograron convencerla de aceptar en bien de sus enfermos el premio de ciento veinte mil dólares y brindar su testimonio ante el auditorio reunido en Ginebra. Una vez más la notoriedad aumentó sus dificultades, llevándola a enfrentarse sobre todo con grupos fundamentalistas islámicos de su país de adopción. Hasta que hace casi un año alguien disparó su fusil en medio de la noche... Esta
es la traducción del italiano de su testimonio pronunciado por Annalena Tonelli
en Ginebra, en la sede del ACNUR, el 1º de diciembre de 2001. Ha sido hecha por
Néstor Zubeldía, salesiano, párroco de la Basílica del Sagrado Corazón
de Jesús en La Plata, Argentina. Nos la envía para que conozcamos todos a esta
mujer de Dios.
Dejé
Italia en enero de 1969 y desde entonces vivo al servicio de los somalíes. Son
treinta años de compartir. Siempre he vivido con ellos, excepto pequeñas
interrupciones en otros países por causas de fuerza mayor. Elegí
ser para los otros: los pobres, los sufrientes, los no amados, desde que era niña,
y así he sido y confío continuar siendo hasta el fin de mi vida. Quería
seguir sólo a Jesucristo. Ninguna otra cosa me interesaba tan fuertemente:
Cristo y los pobres en Cristo. Por Él hice una elección de pobreza radical, aún
si pobre como un verdadero pobre –como los pobres de los cuales está llena mi
jornada- yo no podré ser nunca. Vivo
al servicio sin un nombre, sin la seguridad de una orden religiosa, sin
pertenecer a ninguna organización, sin un estipendio, sin un salario, sin
cuentas bancarias de colaboración voluntaria para cuando sea vieja. No soy
casada, porque así elegí en la alegría cuando era joven. Quería ser toda
para Dios. Era una exigencia del ser aquella de no tener una familia mía. Y así
ha sido por gracia de Dios. Tengo amigos que me ayudan a mí y a mi gente desde
hace más de treinta años. Todo lo he podido gracias a ellos. Sobre todo a los
amigos del Comité para la lucha contra el hambre en el mundo de Forlì.
Naturalmente hay también otros amigos en diversas partes del mundo, no podría
ser de otro modo, las necesidades son grandes. Agradezco a Dios que me los ha
regalado y continúa regalándomelos. Somos un solo cuerpo con dos brazos,
distintos en apariencia, pero iguales en la sustancia: luchamos
para que los pobres puedan ser levantados del polvo y liberados,
luchamos para que los hombres, todos los hombres, puedan ser una cosa sola. Dejé
Italia después de seis años de servicio a los pobres en uno de los bajos
fondos de mi ciudad natal, a los niños de la casa cuna, a los niños
discapacitados y víctimas de pesados traumas, a los pobres del tercer mundo
gracias a la actividad del Comité para la Lucha contra el Hambre en el Mundo
que yo había contribuido a hacer nacer. Creía no poder donarme completamente
si me quedaba en mi país: los límites de mi acción me parecían muy
estrechos, asfixiantes… Pronto comprendí que se puede servir y amar en todas
partes, pero ya estaba en África y
sentí que era Dios que me había llevado y allí me quedé, en la alegría y en
la gratitud. Partí decidida a “gritar el evangelio con la vida” en la senda
de Charles de Foucauld, que había inflamado mi existencia. Treintaitrés
años después grito el evangelio
con mi vida y ardo en deseos de continuar gritándolo así hasta el fin.
Esta es mi motivación de fondo, junto a una pasión invencible de siempre por
el hombre herido y disminuido sin haberlo merecido, más allá de la raza, de la
cultura y de la fe. Trato de vivir con un respeto extremo por aquellos que el Señor
me ha dado. He asumido hasta donde es posible un estilo de vida igual al de
ellos. Vivo una vida muy sobria en la vivienda, en el alimento, en los medios de
transporte, en la vestimenta. He renunciado espontáneamente a las costumbres
occidentales, buscando el diálogo con todos. He dado cuidado, amor, fidelidad y
pasión, El Señor me perdone si digo palabras demasiado grandes.
El gobierno de Kenya intentó cometer un
genocidio contra una tribu nómade del desierto. Querían exterminar cincuenta
mil personas. Asesinaron mil, yo logré impedir que la masacre se llevara
adelante hasta el final. Por eso un año después fui deportada. Callé en
nombre de los pequeños que había dejado en casa y que habrían sido castigados
si yo hubiese hablado. En
cambio fueron los somalíes los que hablaron y lucharon para que se hiciera la
luz y la verdad sobre el genocidio. Pasaron dieciséis años y el gobierno de
Kenya admitió públicamente su culpa, pidió perdón, prometió compensaciones
para las familias de las víctimas. Los diarios y la BBC hablaron mucho de mi
intervención. Y hoy muchos de los somalíes que tenían sospechas contra mí,
me han aceptado y han llegado a ser mis amigos: hoy saben que estaba dispuesta a
dar la vida por ellos, que he arriesgado la vida por ellos. En
la época de la masacre fui arrestada y llevada ante la corte marcial. Las
autoridades, todos no somalíes, todos cristianos, me dijeron que me habían
hecho dos emboscadas de las cuales había huido providencialmente, pero que no
escaparía más una tercera vez. Uno de ellos, un cristiano practicante, me
preguntó qué cosa me impulsaba a actuar así. Le respondí que lo hacía por
Jesucristo que pidió que demos la vida por nuestros amigos. He
experimentado muchas veces en el curso de mi larga existencia que no hay mal que
no salga a la luz, que no hay verdad que no sea revelada; lo importante es
continuar luchando como si la verdad ya se hubiera hecho, las ofensas no nos
tocaran y el mal no triunfara. Un día
el bien resplandecerá. A Dios pidámosle la fuerza para saber esperar, porque
puede tratarse de una larga espera… aún hasta después de nuestra muerte.
Yo vivo en la espera de Dios y comprendo que esta espera me pesa menos a mí que
la espera de las cosas de los hombres a los demás. Vivo inserta profundamente
en medio de los pobres, los enfermos, aquellos a quienes nadie ama. Me ocupo
principalmente del control y la cura de la tuberculosis. A
Kenya fui como docente, porque era el único trabajo que, al inicio de una
experiencia tan nueva y fuerte, podía desarrollar decentemente sin provocar daños
a nadie. Fueron tiempos de intensa preparación de las lecciones de casi todas
las materias, por falta de docentes, de estudio de la lengua local, de la
cultura y de las tradiciones; tiempos de intensa implicación en la enseñanza,
en la profunda convicción de que la cultura es fuerza de liberación y de
crecimiento. Los estudiantes, muchos de mi misma edad o apenas un poco más jóvenes
que yo, que habían enfrentado al director para rechazarme contestarme cuando se
supo que llegaría una mujer docente, asegurándole que me impedirían el acceso
a la clase, fueron profundamente implicados y motivados. Los resultados fueron
óptimos, tanto que varios estudiantes de entonces hoy ocupan espléndidas
posiciones en varios ministerios, en el gobierno, en las actividades privadas
del país, y a menudo me llega el eco de que todos los estudiantes del nordeste
de aquellos tiempos cuentan que fueron mis alumnos y yo su maestra, cosa
naturalmente no verdadera. Recuerdo
que, casi enseguida después de mi llegada, me enamoré de un niño enfermo de “sickle
cell” y de hambre: eran los tiempos de una terrible carestía y vi a mucha
gente morir de hambre. En el curso de mi existencia, he sido testimonio de otra
carestía: diez meses de hambre, en Merca, en el sur de Somalia. Puedo decir que
se trata de experiencias tan traumatizantes como para poner en peligro la fe.
Había llevado a vivir conmigo a catorce niños con las enfermedades del hambre. Enseguida
doné sangre a aquel niño y supliqué a mis alumnos que hicieran otro tanto.
Uno de ellos donó y después de él muchos otros, venciendo así la resistencia
de los prejuicios y de las estrecheces de un mundo que, a mis ojos de entonces,
parecía ignorar cualquier forma de solidaridad y de piedad. Y fue quizás mi
primera experiencia de que, aún en un contexto islámico, el amor genera
amor. Pero mi primer amor fueron
los enfermos de tuberculosis, la gente más abandonada, más rechazada en ese
mundo. La tuberculosis devasta desde hace siglos a los somalíes. Se
piensa que prácticamente toda la población está infectada. Providencialmente,
sólo un porcentaje de las personas infectadas desarrolla la enfermedad en el
curso de su existencia. Vivía
en Wajir, un poblado desolado en el corazón del desierto en el nordeste de
Kenya, cuando conocí a los primeros tuberculosos y me enamoré de ellos y fue
un amor para toda la vida. Los enfermos de tuberculosis estaban en una sección
de desesperados y aquello que más partía el corazón era su abandono, su
sufrimiento, sin ningún tipo de alivio. No sabía nada de medicina. Comencé a
llevarles agua de lluvia que recogía de los techos de la bella casa que el
gobierno me había dado como docente de la escuela secundaria. Iba con los
tachos llenos, vaciaba los recipientes con el agua saladísima de los pozos de
Wajir y los llenaba de vuelta con aquella agua dulce. Ellos me hacían señas de
órdenes, aparentemente molestos por la necedad de esa joven mujer blanca, de
cuya presencia parecían querer liberarse rápido. Tenía todo en contra en ese
tiempo: era joven y por lo tanto no digna ni de escucha ni de respeto, era
blanca y por lo tanto despreciada por esa raza que se considera superior a todas
(blancos, negros, amarillos, pertenecientes a cualquier nacionalidad que no sea
la de ellos), era cristiana, y por lo tanto, despreciada, rechazada, temida. Todos
entonces estaban convencidos de que yo había ido a Wajir para hacer
proselitismo. Y además, yo no estaba casada, un absurdo en ese mundo en el cual
el celibato no existe y no es un valor para nadie, más bien es un no valor.
Treinta años después, por el hecho de que no soy casada, soy todavía mirada
con desprecio y compasión en todo el mundo somalí que no me conoce bien. Solo
quien me conoce dice y repite sin cansarse que he salvado, curado, ayudado,
dejando pasar así silenciosamente el hecho de que yo madre biológica no soy y
no seré nunca.
En
1976 me pidieron que fuera responsable de un proyecto de la Organización
Mundial de la Salud (O.M.S.) para la atención de la tuberculosis en medio de
los nómades, un proyecto piloto en toda África. Me pidieron que inventara un
sistema para garantizar que los enfermos tuvieran las terapias antituberculosas
cada día por un período de seis meses. Y por primera vez en África fueron
aplicados tratamientos en breve término para un número abierto de enfermos,
tratamientos que permitieron la curación en un tiempo de seis meses, mientras
hasta entonces eran necesarios dieciocho meses de fármacos tomados cada día. Era
setiembre de 1976. Decidí invitar a los nómades a quedarse en un pedazo de
desierto frente al Rehabilitation Centre for Disabled, donde trabajaba
junto a las compañeras que con el correr de los años se habían unido a mí,
todas voluntarias, sin estipendio, todas para los pobres y por Jesucristo. Junto
a ellas había dado vida a un centro donde se rehabilitaron todos los poliomelíticos
del desierto del Noreste en el curso de diez años. Éramos una familia. Acogíamos,
además de los poliomelíticos, casos particularmente difíciles de atender,
rehabilitar, criaturas particularmente heridas: ciegos, sordomudos,
discapacitados mentales y motrices. Los chicos crecieron con nosotras –mamás
a tiempo completo- y yo soy todavía hoy un punto de referencia constante para
ellos. En tanto, los nómades comenzaron a venir con sus chozas en el lomo de los camellos. Desmontaban las esteras, las varillas curvas, las sogas y construían las chozas. Por seis meses la ingestión de los fármacos estaba estrictamente supervisada día a día. Los diagnósticos eran hechos sólo con el examen del esputo al microscopio. El suministro de los fármacos era absolutamente regular, casi un milagro para África. Al término de seis meses, llegaba el camello o la caravana completa y el enfermo ya curado volvía al desierto. Este
procedimiento que la O.M.S. llama D.O.T.S. (directly observed therapy short
chemotherapy) llegó a ser la global policy de la O.M.S. para el
control de la tuberculosis en el mundo y es aplicada en muchos países de África,
de Asia, de América y también de Europa, como uno de los mejores medios para
garantizar la colaboración del enfermo, compliance sin la cual no existe
curación auténtica y sin la cual la plaga de la tuberculosis continuará
expandiéndose en el mundo entero y de la forma más trágica, que es la de la
resistencia a los fármacos antituberculosos. La
de la T.B. Manyatta fue una gran aventura de amor, un don de Dios.
Fue gracias a la
T.B. Manyatta, y sólo en parte al Rehabilitation Centre (porque
en mi mundo los discapacitados valen todavía menos que los tuberculosos),
que la gente comenzó a decir que a lo mejor nosotras también iríamos al paraíso.
Por cinco años nos habían refregado en la cara que nosotras no iríamos nunca
al paraíso, porque no decíamos: “No hay Dios fuera de Alá y Mahoma es su
profeta”. Después
sucedió un episodio grave, que puso en riesgo nuestra vida, y entonces la gente
comenzó a decir que seguramente nosotras también iríamos al paraíso. Y
comenzamos a ser tomadas como ejemplo. El primero fue un viejo jefe que nos quería
mucho: “Nosotros, los musulmanes,
tenemos la fe –nos dijo un día- y ustedes tienen el amor”. Fue
el tiempo del gran deshielo. La gente decía cada vez más frecuentemente que
ellos deberían haber hecho como nosotras, que deberían haber aprendido de
nosotras a cuidar a los demás, en particular a los más enfermos, los más
abandonados. Diecisiete años después, enseguida después de la masacre de
Wagalla, un viejo árabe me detuvo en el centro de una de las calles principales
del pobre pueblo: profundamente conmovido porque entre los muertos estaban sus
amigos, porque me había visto cuando me habían pegado porque me sorprendieron
sepultando a los muertos, porque él había tenido miedo y no había hecho nada
para salvar a los suyos, mientras que yo había arriesgado todo para salvar la
vida de “los suyos”, que habían llegado a ser “los míos”, entonces
gritó allí para ser escuchado por todos: “En
el nombre de Alá, yo te digo que si nosotros seguimos tus huellas, también
nosotros iremos al paraíso”. En
Borama, donde vivo hoy, la gente reza intensamente para que yo me convierta a la
fe musulmana. También en los otros lugares donde he estado, la gente a un
cierto punto, comenzaba a rezar por mi conversión a la fe musulmana. Me hablan
a menudo, pero con delicadeza, y agregan siempre que, de todos modos, Dios sabe
y yo iré al paraíso aún si sigo siendo cristiana. No quieren que me sienta
herida. Y por otra parte, tratan de hacerme sentir “asimilada” a ellos,
cercanísima. Me cuentan cada relato en el cual el profeta Mahoma, sobre las
huellas de Issa, Jesús, comía con los leprosos del mismo plato, tenía
compasión de los pobres, mostraba amor por los pequeños. He
regresado a Italia por un mes en junio de este año. Faltaba desde hace muchos años.
Para mi gente de allá ha sido un acontecimiento: muchos han temido que alguno o
alguna cosa me hubieran impedido regresar. Fue grande la alegría de volver a
verme. Y el sheekh más amado, un sheekh que ha sido y continúa
siendo el maestro de Corán para todos los otros sheekh de la zona, vino
enseguida a mi oficina y me dijo que, cuando estuve en Roma –para ellos Italia
es casi solamente Roma- ellos estaban felices y compartían en el pensamiento y
en la plegaria mi peregrinación, porque se trataba de auténtica peregrinación.
Ellos –seguía repitiéndome el sheekh Abdirahman, justamente orgulloso
de su conocimiento- saben que en Roma están sepultados algunos de los discípulos
de Issa, Jesús, su gran profeta. Y visitar los lugares de su martirio es
una de las peregrinaciones que todo musulmán querría hacer en el curso de su
vida, tanto que ellos sentían que me habían enviado en peregrinación y me
esperaban para que les contara y compartiera. En sentido muy amplio, el diálogo
con las religiones es esto. Es compartir. No hay necesidad de palabras. El diálogo
es vida vivida; y mejor (al menos yo lo vivo así) si es sin palabras. Decía que la tuberculosis es flagelo en
el mundo somalí. Piensen que en Borama, un centro con cincuenta mil habitantes,
nosotros hemos diagnosticado y tratado mil quinientos enfermos al año, casi el
cien por cien con esputo positivo sobre todo en los primeros años. Ahora
tenemos el problema del SIDA. Hace sólo tres años que vemos enfermos con TBC y
HIV, pero el problema se está desparramando. Habíamos bajado a ochocientos
enfermos el año pasado, pero la presencia del HIV está haciendo subir de nuevo
temiblemente la pendiente. En un país como Somalia, en el cual la tuberculosis
es endémica, la primera infección oportunística que los enfermos de HIV
desarrollan es la tuberculosis. Nosotros trabajamos intensamente para que la
población llegue a ser conciente del problema y luche dentro y fuera de sí
para que los comportamientos cambien y la difusión del HIV quede contenida. Comencé
hace cinco años con treinta camas y un número cada vez mayor de cabañas para
los enfermos graves que no podían encontrar una cama en la sección, hasta
tener más de doscientas. Hoy hay doscientas camas, ocho secciones nuevas que el
ACNUR ha construido para nuestra gente, un laboratorio construido por el
programa para el desarrollo de la ONU y casi cien cabañas para los enfermos que
no encuentran lugar para ser acogidos en el pueblo. Algunos vienen de lejos, de
Etiopía, de Djibouti, de otras partes del país; otros son rechazados por sus
familias a causa del estigma de la enfermedad.
La tuberculosis es parte de la gente, de su historia, de su lucha por la
existencia. Y sin embargo es también estigma y maldición: signo de
un castigo enviado por Dios por un pecado cometido, ya sea público o escondido. En
Borama continúa la lucha cada día para la liberación de la ignorancia, del
estigma, de la esclavitud de los prejuicios. Hasta hoy en día tenemos
testimonios de personas que prefieren no ser diagnosticadas, atendidas y curadas
y que por lo tanto prefieren morir con tal de no admitir públicamente el ser
afectados por la tuberculosis. La lucha se lleva adelante con el staff ante
todo a nivel personal: con el sistema del DOTS. Nosotros vemos a todos
los enfermos cada día, cada día hablamos con ellos, cada día nos ocupamos de
sus problemas pequeños y grandes; cada día discutimos con ellos de aquello que
los mantiene esclavos, infelices, en la oscuridad. Y ellos se liberan, llegan a
ser felices, están cada vez más en la luz. En el centro T.B. hemos
abierto escuelas de alfabetización, una escuela de lengua inglesa. Hace treinta
años que me ocupo de escuelas: las organizo, si es necesario las construyo, las
financio. La creatura capaz de vivir en Dios es seguramente un acontecimiento de gracia. Pero es cierto que, con la educación, el hombre llega a ser más fácilmente una creatura capaz de vivir en Dios, su creador y dador de todo bien.
Antes
no sabían ni leer ni escribir, antes no sabían casi nada de su religión.
Ahora saben, la conocen en traducción, aprenden a comprender y a apreciar los
valores universales del bien, de la verdad, de la paz, del abandono en Dios:
“Alá me lo ha dado, Alá me lo ha quitado, sea bendito el nombre de Alá”.
Aprenden a afrontar el sufrimiento físico y la muerte, a no temerlos, a no
rechazarlos, a aceptarlos: “Alá está. Alá sabe, conoce, guía”. Hablamos
de eso juntos cada día, nos consolamos recíprocamente, encontramos fuerza y
confianza en esta conciencia adquirida y readquirida y conquistada cada día...
y su vida cambia... y nuestra vida cambia en una conciencia siempre más
profunda, en una capacidad de vivir en la presencia de Dios siempre más auténtica. Seis
meses después hay enfermos que piden poder ser admitidos para continuar
frecuentando el centro para poder completar un curso de escuela, para poder
completar el estudio del Corán... y todos se sienten maestros y, orgullosos,
muestran a los otros sus conquistas, sus logros, su crecimiento en dignidad
humana. Yo, en tanto, comparto su vida, me ocupo de todos los aspectos de sus
cuidados, estudio cada día los textos de medicina para aprender a curarlos,
para actualizarme, busco médicos y enfermeros, hago búsqueda de fondos porque
no he accedido a los fondos de las ONG, siendo una sola persona, sin organización.
Sirvo a los enfermos de rodillas, doy muchas horas de clase al staff de
enfermeros, para hacerlo más sensible, más atento, más capaz de cuidar, más
capaz profesionalmente. Y
es gracias a este staff sensible, atento, que en el T.B. Centre
tenemos también una clínica para epilépticos y para enfermos con problemas
mentales. Son los “endemoniados” de este mundo. Nos los traen encadenados,
sucios con sus excrementos, a menudo gritando. Después de pocos días de atención
y de cuidados, se liberan de las cadenas, comienzan a lavarse, poco a poco van
sin acompañante a buscar sus remedios, lentamente surgen personas normales. Y
es gracias a dos enfermeras obstetras en mi staff y a dos sheekhs,
los más amados y respetados que trabajan en estrecha colaboración con
nosotros, que en la región llevamos adelante una gran campaña para la
erradicación de las mutilaciones genitales femeninas y de la infibulación, que
en nuestro mundo son practicadas al cien por cien. Y es siempre gracias a este staff
verdaderamente único que nosotros nos hicimos promotores dos veces al año de
un Eye Camp: viene un equipo de especialistas de los ojos, amigos de
tantos años. En cuatro años operan una media de trescientos treinta y tres
ciegos, sobre todo afectados de cataratas, usando la lente intraocular. Durante
el último camp de agosto pasado se han superado a sí mismos: han
restituido la vista a cuatrocientos cincuenta ciegos. La gente está
infinitamente agradecida por este servicio. Nosotros llenamos Borama con
pasacalles: “Estaba ciego y ahora veo”... (Juan
9, 25, n. del t.) nuestro Juan, pero ellos no saben.
Pero
volvamos a la escuela de los niños sordos. Hace cuatro años, el primer niño
somalí-keniata sordo de nacimiento, que había llevado a la escuela con educación
especial para sordos en Kenya cuando tenía cuatro años, ya hecho hombre, vino
a verme a Borama después de un arriesgado viaje de casi un mes a través de
Kenya y Etiopía. Tenía sus penas de amor y sentía la urgencia de hablar de
eso conmigo, que le había hecho en cierto modo de mamá y que lo había ayudado
a ponerse de novio. Enseguida decidió quedarse y juntos dimos vida a una
escuela para niños sordos. En Somalia no hubo nunca educación
especial, pero fue abierta una escuela para niños sordos, para niños ciegos,
para niños con discapacidad mental. Profesores universitarios, hasta que no
vieron nuestra escuela, no creían que fuera posible educar a niños sordos.
Ninguno aquí lo creía posible. Hoy todos saben que no hay nada que un niño
sordo no pueda hacer, no hay nada que un niño sordo no pueda aprender, no hay
nada que un niño sordo no pueda sentir, no pueda comprender. Ciertamente se
trata de un largo camino, pero nosotros ya vemos una luz, aunque sea todavía
muy tenue, pero a lo lejos es una luz tan fulgurante que hace estallar el corazón
de alegría y de gratitud en la anticipación de aquello que será un día ya no
más lejano: nuevos cielos y una nueva tierra.
En
el entretiempo algunos niños con discapacidad motriz, víctimas de la polio y
de la guerra, vinieron a suplicarnos que los recibiéramos en nuestra escuela
porque tenían miedo de frecuentar la escuela para niños normales. Es
un mundo duro el nuestro, el mundo de los fuertes, donde no existe un espacio
para el débil. Decidimos acogerlos, les dijimos que, cuando hubieran
conseguido confianza en sí mismos –el hecho de saber como los otros y mejor
que los otros les daría inevitablemente la fuerza de levantarse y de sentirse
como los otros- les pagaríamos la cuota para frecuentar las escuelas normales.
Empleamos para ellos un óptimo maestro. Mientras
tanto, los niños con TBC se habían curado y habían sido dados de alta y,
después de haber aprendido y haber prosperado en las escuelas del T.B.
Centre, querían continuar aprendiendo, pero muchos de ellos no tenían el
dinero para pagar las cuotas escolares. Y fue así que decidimos recibirlos en
la clase junto a los niños discapacitados. Mientras tanto la gente hablaba cada
vez más de nosotros, de los milagros que sucedían en nuestra escuela. Y fue así
que el Alto Comisionado para los Refugiados se ofreció a construirnos una
verdadera escuela. En
1998 construyeron cuatro clases, una sala para los maestros, un pequeño depósito
y baños. Después los amigos de Forlì construyeron otras dos aulas; después
algunos amigos protestantes ingleses –conocidos por una serie de
circunstancias providenciales, gente humilde y generosa, que me ruega que no
mande tantos detalles cuando hago la rendición de cuentas de cómo he gastado
su dinero, que me dice que va todo bien, que todo es bello, que todo es don del
Señor- construyeron tres clases y dos baños; y después todavía los amigos de
Forlì construyeron otra aula. En el pedazo de tierra que la comunidad nos dio
hay todavía lugar para un aula. Desde
hace dos años hemos acogido treinta niños pertenecientes a un clan despreciado
por los somalíes: son los trabajadores del hierro, del cuero, los peleteros,
los cazadores de la foresta. No han mandado nunca a sus niños a la escuela.
Viven en un ghetto, sus hijas no se casan nunca con los somalíes de
otros clanes, sus hijos no se casan nunca con muchachas de otros clanes. Ellos
se rebelan contra Dios y contra los hombres por su condición de rechazados, de
despreciados, de marginados. Son grandes trabajadores. Sucedió
que muchos de ellos estaban enfermos de TBC, y fue así que tuvieron la
oportunidad de ir a la escuela en el centro T.B., de saborear la belleza,
la grandeza, la alegría de aprender, de comprender, de desarrollarse, de
crecer, de liberarse, y ha sido así tan espontáneo para ellos pedir que
nosotros aceptáramos educar a sus hijos, estos hijos que desde hace siglos
comienzan a trabajar desde niños y se fatigan como ningún otro niño se fatiga
y se ganan el arroz cotidiano con el sudor de su frente. Sucedió después que algunos intelectuales y después algunos ricos
vinieron a suplicarnos que recibiéramos a su hijos en nuestra escuela, porque
es una escuela seria, porque con nosotros hay disciplina, porque los maestros se
empeñan, aman a los niños, aman la enseñanza, se preparan. Y nosotros hemos
decidido aceptarlos, son pocos. Hoy
la escuela es una bellísima mezcla de niños de toda proveniencia, de toda
historia, de muchas capacidades.
Los niños sordos estudian naturalmente en clases separadas de pocos niños,
pero durante el tiempo del juego, los niños sordos y los niños normales están
juntos y esta es una de las experiencias más consoladoras, más alentador, más
capaces de donar esperanza en un mundo en el cual los hombres querrán ser y serán
una sola cosa.
Cada
día en el T.B. Centre nosotros nos esmeramos por la paz, por la
comprensión recíproca, para aprender juntos a perdonar. Oh, el perdón, ¡qué
difícil es el perdón! Mis musulmanes hacen también mucho esfuerzo para
apreciarlo, para quererlo para su
vida, para su relación con los otros. Dicen que su religión es muy fudud:
muy poco exigente. Dios pide al hombre, dicen, que perdone, si después el
hombre no es capaz, Dios es misericordioso. Cada
día nosotros luchamos para comprender y hacer comprender que la culpa no es
nunca de una sola parte, sino de las dos partes. Nosotros pensamos
juntos y nos esforzamos por ver todo aquello que es positivo en el otro,
nosotros nos miramos a la cara, a los ojos, porque queremos que se haga la
verdad. Mi staff ha aprendido a reírse de sus límites, de sus
mezquindades, de su mentalidad “monetaria”, de la dureza del propio corazón,
de la sed de venganza cuando están heridos: todas cosas, éstas, que hacen muy
difícil el perdón. Ciertamente, dicen, Alá no quiere todo esto, aún si Alá
es infinitamente misericordioso. Yo,
de mi parte, desde hace largos años he aprendido, o mejor, he comprendido en lo
profundo del ser que cuando hay algo que no va –incomprensiones, ataques,
injusticias, enemistades, persecuciones, divisiones- seguramente la culpa es mía,
seguramente hay algo en lo que me he equivocado. A
los pies de Dios, la búsqueda de mi culpa es fácil, no lleva tiempo, hace
sufrir, pero además no tanto, porque además es tan bello y grande reconocerse
culpables y luchar para que la culpa sea cancelada, para que los comportamientos
equivocados sean reformados, para que cada relación con los otros, el
acercamiento llegue a ser positivo... nuestro deber sobre la tierra es hacer
vivir. Y la vida no es seguramente la condena, el ius belli, la acusación,
la venganza, el poner el dedo en la llaga, el revelar los errores, las culpas de
los otros, el tener escondida en cambio nuestra culpa, la impaciencia, la ira,
los celos, la envidia, la falta de esperanza, la falta de confianza en el
hombre. La vida es esperar siempre, esperar contra toda esperanza, echar a la
espalda nuestras miserias, no mirar las miserias de los otros, creer que hay
Dios y que es un Dios de amor. Nada nos turbe y siempre adelante con Dios. Quizás
no es fácil, aún más, puede ser una empresa titánica creer así. En
muchos sentidos hay una tal oscuridad y la fe, esta fe que es ante todo don y
gracia y bendición. ¿Por qué yo y no tú? ¿Por qué yo y no él, no ella, no
ellos? Y sin embargo la vida tiene
sentido sólo si se ama. Nada tiene sentido fuera del amor. Mi
vida ha conocido tantos y tantos peligros, he arriesgado la muerte tantas y
tantas veces. He estado por años en medio de la guerra. He experimentado en la
carne de los míos, de aquellos que amaba, por lo tanto en mi carne, la maldad
del hombre, su perversidad, su crueldad, su iniquidad. Y he salido con una
convicción inquebrantable, de que lo que cuenta es solamente amar. Aún
si no hubiera Dios, sólo el amor tiene un sentido, sólo el amor libera al
hombre de todo aquello que lo hace esclavo, solo el amor hace
respirar, crecer, florecer, solo el amor hace que nosotros no tengamos más
miedo de nada, que nosotros pongamos la mejilla aún no herida al escarnio y a
la golpiza de quien nos golpea porque no sabe lo que hace, que nosotros
arriesguemos la vida por nuestros amigos, que todo lo creamos, todo lo
soportemos, todo lo esperemos. Y es entonces que nuestra vida llega a ser digna
de ser vivida, que nuestra vida se hace belleza, gracia, bendición. Y
es entonces que nuestra vida se hace felicidad aún en el sufrimiento, porque
nosotros vivimos en nuestra carne la belleza del vivir y del morir. Siento
fuertemente que todos nosotros estamos llamados al amor, por lo tanto a la
santidad… la mujer pobre de Leon Bloy vagaba de puerta en puerta… una
mendiga… “No hay sino una tristeza en el mundo: la de no ser santos”,
repetía. Me encanta pensar: no hay sino una tristeza en el mundo: la de no
amar. Que al final es lo mismo. Ciertamente,
debemos liberarnos de tanto lastre. Pero hay métodos prácticos, hay caminos,
hay indicaciones claras, está Dios en la celdita de nuestra alma que nos llama.
Aún así la suya es una voz pequeña y silenciosa. Nosotros debemos ponernos a
la escucha, debemos hacer silencio, debemos crearnos un lugar de quietud,
separado, aún si ha menudo necesariamente cercano a los otros, como una mamá
que no puede estar demasiado tiempo lejos de sus niños. En efecto para amar no
siempre basta nuestro corazón, nuestro deseo, nuestra sed de Dios. Es parte de
la experiencia de quien decide ponerse al servicio de los pobres, que nos pobres
no son fáciles de amar y que el corazón del hombre, aún de aquel que se dona,
puede ser misteriosamente muy duro. En Wajir éramos una comunidad de siete
mujeres, todas, aún de maneras diversas, teníamos sed de Dios, y comprendíamos
que cuando perdíamos o estábamos por perder el sentido de nuestro servicio y
la capacidad de amar, podíamos reencontrar los bienes perdidos sólo a los pies
del Señor. Por eso habíamos construido una ermita e íbamos allá por un día
o más o por períodos también largos de silencio a los pies de Dios. Allá
encontrábamos equilibrio, quietud, previsión, sabiduría, esperanza, fuerza
para luchar la batalla de cada día ante todo con todo aquello que nos hace
esclavos adentro, que nos tiene en la oscuridad. Salíamos
de allá y nos sentíamos incendiadas de amor renovado por todos aquellos que el
Señor había puesto en nuestro camino. A veces nos lo confiábamos,
las más de las veces callábamos, pero los rostros de mis compañeras eran tan
bellos, tan luminosos que me narraban todo aquello que el pudor impedía
comunicar con las palabras. Después,
en el curso de esta vida mía tan larga, hubo otras ermitas, otros silencios, la
palabra de Dios, los grandes libros, los grandes amigos, tantos y tantos que han
inspirado mi vida, sobre todo en la fe católica: los padres del desierto, los
grandes monjes, Francisco de Asís, Clara, Teresa de Lisieux, Teresa de Ávila,
Carlos de Foucauld, padre Voillaume, hermana María, Juan Vannucci, Primo
Mazzolari, Lorenzo Milani, Gandhi, Vinoba, Pina y María Teresa..., pero en el
centro siempre Dios y Jesucristo. Nada
me importa verdaderamente fuera de Dios, fuera de Jesucristo… Los pequeños sí,
los sufrientes… Yo me enloquezco,
pierdo la cabeza por los harapos de humanidad herida: más están heridos, más
maltratados, despreciados, sin voz, sin contar a los ojos del mundo, más yo los
amo. Y este amor es ternura, comprensión, tolerancia, ausencia de
miedo, audacia. Esto no es un mérito, es una exigencia de mi naturaleza. Pero
es cierto que en ellos yo veo a Cristo, el Cordero de Dios que sufre en su carne
los pecados del mundo, que se los carga sobre las espaldas, que sufre, pero con
mucho amor… nadie queda afuera del amor de Dios. Me he culpado cien veces por haber
aceptado venir aquí delante de ustedes a hablarles de mi vida, he sido débil y
he aceptado el parecer de mis amigos que están convencidos que, a este punto,
después de cuarenta años, es justo y bueno compartir con otros los dones de
Dios. Pero si este exponerme en público mío pudiera servir a alguno que no
cree, a alguno que no vive dentro de sí esta extraordinaria realidad de que
Dios ama a cada hombre, desde el más digno de amor a los ojos de los hombres al
más rechazado y despreciado, al hombre malo, criminal, entonces me pondría de
rodillas y bendeciría, porque ha hecho cosas grandes en mí el que es poderoso. El
hombre que no es bueno, el hombre incapaz de perdón, el hombre que ama herir,
el hombre que quiere venganza, el hombre falso, no son hombres malos, incapaces
de perdón, falsos necesariamente. Lo son porque no han encontrado en
su camino una criatura capaz de comprenderlos, de amarlos, de hacerse cargo de
sus culpas “¿Tú has hecho el mal? Yo pagaré en tu lugar” Así decía
Gandhi. Así nos repite Jesucristo desde hace dos
mil años… quizás porque los hombres somos tan sordos. Ciertamente su voz es
a menudo pequeña y silenciosa, pero después Él está en nuestra celdita, en
nuestra alma, y no debería ser tan difícil bajar allí y habitar con Él. ¿Palabras?
No. Verdad. Realidad. Ciertamente, para la mayoría de los hombres habrá que -y
es necesario- hacer silencio, quietud, apagar el celular, tirar el televisor por
la ventana, decidir de una vez por todas liberarse de la esclavitud de las
cosas, de aquello que parece que es importante a los ojos del mundo, pero que no
cuenta absolutamente a los ojos de Dios, porque se trata de no-valores. A
los pies de Dios nosotros reencontramos cada verdad perdida: todo aquello que
estaba precipitado en la oscuridad llega a ser luz, todo lo que era
tempestad, se aquieta, todo lo que parecía un valor, pero que no es valor,
aparece en su ropaje verdadero y nosotros nos despertamos a la belleza de una
vida honesta, sincera, buena, hecha de cosas y no de apariencias, tejida de
bien, abierta a los otros, en tensión omnipresente fuertísima, para que los
hombres sean un cosa sola. Es
tiempo de concluir. He
dado mucho a los somalíes. He recibido mucho de los somalíes. El valor más
grande que ellos me han donado, valor que todavía yo no soy capaz de vivir, es
el de la familia ampliada, por el cual, al menos en el interior del clan, TODO
se comparte. La puerta está siempre abierta de par en par para recibir aún al
más lejano miembro del clan. La mesa siempre se comparte. Lo que ha sido
preparado para diez, será compartido con la máxima naturalidad con quien se
presente a la puerta. No hay y no habrá recriminaciones, lamentos, victimismos.
Es la cosa más natural del mundo compartir con los hermanos. En mi mundo, en
Borama, la plaga es la desocupación. Mucha gente no ha trabajado nunca en su
vida porque no ha encontrado nunca un trabajo. Y es así que aquel “único”
que trabaja se encuentra “obligado” a compartir con otros veinte, treinta
que no trabajan, el fruto de sus fatigas. Pero él no lo vive como una
“obligación”, lo vive con naturalidad. Allá
compartir es parte de la existencia. Y
después esa oración de ellos cinco veces al día... el interrumpir cualquier
cosa que se esté haciendo, aún la más importante, para dar tiempo y espacio a
Dios. Desde que estoy con ellos, hace treinta años que me afano para que también
en nuestro mundo nosotros detengamos los trabajos, interrumpamos cualquier
conversación para hacer silencio y acordarnos de Dios, mejor si junto a otros,
para reconocer que de Dios venimos, en Dios vivimos, a Dios volvemos. Pero
el don más extraordinario, el don por el cual yo agradeceré a Dios y a ellos
eternamente para siempre, es el don de mis nómades en el desierto. Musulmanes,
ellos me han enseñado la Fe, el abandono incondicional, la entrega a Dios, una
entrega que no tiene nada de fatalista, una entrega firme y arraigada en Dios,
una entrega que es Confianza y Amor. Mis
nómades del desierto me han enseñado a hacer todo, comenzar todo, obrar todo
en el nombre de Dios. “BISMILLAHI RAHMANI RAHIM”... En el
nombre de DIOS Omnipotente y Misericordioso. Uno se levanta en el nombre de Dios, se
lava en el nombre de Dios, limpia la casa, trabaja,
come, trabaja todavía, estudia, habla, hace mil cosas de cada jornada, y
finalmente se va a dormir: TODO en el nombre de Dios. La costumbre del nombre de
Dios repetido incesantemente, que ya había sacudido mi vida con los relatos del
peregrino ruso antes de mi partida, ha transformado mi vida permanentemente. Doy
GRACIAS a mis nómades del desierto que me lo han enseñado. Después
la vida me ha enseñado que mi fe
sin el Amor es inútil, que mi religión cristiana no tiene muchos y
muchos mandamientos, sino que tiene uno solo, que no sirve construir catedrales
o mezquitas, ni ceremonias ni peregrinaciones, que esa Eucaristía que
escandaliza a los ateos y a las otras religiones encierra un mensaje
revolucionario: “Este es mi cuerpo, hecho pan para que tú también te hagas
pan sobre la mesa de los hombres, porque si
no te haces pan, no comes un pan que te salva, sino que comes tu propia
condenación”. La
Eucaristía nos dice que nuestra religión es inútil sin el sacramento de la
misericordia, que es en la misericordia que el cielo y la tierra se encuentran.
Si no amo, Dios muere sobre la tierra. De que Dios no sea Dios, yo soy la causa,
dice Silesio. Si no amo, Dios queda sin epifanía, porque somos
nosotros el signo visible de Su presencia y lo hacemos vivo en este infierno de
mundo donde parece que Dios no estuviera y lo hacemos vivo cada vez
que nos detenemos junto a un hombre herido. En
el fondo, yo soy verdaderamente capaz sólo de lavar los pies en todos los
sentidos a los desamparados, a aquellos que nadie ama, a aquellos que
misteriosamente no tienen nada de atrayente en ningún sentido a los ojos de
nadie. Luis Pintor, un así llamado ateo, escribió un día: “No
hay en una vida entera cosa más importante que hacer que inclinarse para que
otro, estrechándose al cuello, pueda volver a levantarse”. Así es
para mí. Y es en el arrodillarme para que, estrechándome el cuello, ellos
puedan volver a levantarse y retomar el camino, o directamente caminar hacia
donde nunca han caminado, que yo encuentro paz, carga fortísima, certeza de que
“Todo es Gracia”. Querría
agregar que los pequeños, los sin voz, los que no cuentan nada a los ojos del
mundo, pero tanto a los ojos de Dios, sus predilectos, tienen necesidad de
nosotros, y nosotros debemos estar con ellos y para ellos, y no importa nada si
nuestra acción es como una gota de agua en el océano. Jesucristo
no ha hablado nunca de resultados. Él ha dicho sólo que nos amemos, que nos
lavemos los pies los unos a los otros, que nos perdonemos siempre. Los pobres nos esperan. Los modos de servicio son infinitos y dejados a la imaginación de cada uno de nosotros. No esperemos a ser instruidos en el campo del servicio. Inventemos… y viviremos nuevos cielos y nueva tierra cada día de nuestra vida. Más enlaces...
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