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Galería de testigos Nº 7 - Diciembre 2004

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

 

Testimonio y martirio de Annalena Tonelli en Somalia

Traducción hecha por Néstor Zubeldía, salesiano, párroco de la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús en La Plata, Argentina.

“La vida tiene sentido sólo si se ama. 
Nada tiene sentido fuera del amor”
.

 

El 5 de octubre de 2003 fue asesinada Annalena Tonelli, en las arenas del desierto de Somalia en las que vivió treintaitrés años al servicio de los enfermos y los pobres de África.

Tras catorce años de guerra civil y de terribles sequías y hambrunas, Somalia tiene entre otros el doloroso privilegio del mayor porcentaje mundial de enfermos de tuberculosis. En los años treinta los delirios imperiales de Mussolini llevaron a los italianos al llamado Cuerno de África en son de conquista. A fines de los sesenta Annalena saldría de su Italia natal para “ponerse de rodillas ante esos testimonios de humanidad herida”.

 “Cuando hagas algo por los demás, no lo digas a nadie” –decía Annalena coherente con el evangelio de Jesús. Y sin embargo las atrocidades cometidas contra poblaciones musulmanas indefensas en 1985 la llevaron a levantar la voz  por primera vez en bien de su gente... aunque eso le valiera luego la persecución y el destierro.

Volvería a hablar públicamente a fines de 2001 al recibir el reconocimiento del Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) que le entregó el prestigioso galardón Nansen Award. Los amigos de Italia lograron convencerla de aceptar en bien de sus enfermos el premio de ciento veinte mil dólares y brindar su testimonio ante el auditorio reunido en Ginebra. Una vez más la notoriedad aumentó sus dificultades, llevándola a enfrentarse sobre todo con grupos fundamentalistas islámicos de su país de adopción. Hasta que hace casi un año alguien disparó su fusil en medio de la noche...

Esta es la traducción del italiano de su testimonio pronunciado por Annalena Tonelli en Ginebra, en la sede del ACNUR, el 1º de diciembre de 2001. Ha sido hecha por Néstor Zubeldía, salesiano, párroco de la Basílica del Sagrado Corazón de Jesús en La Plata, Argentina. Nos la envía para que conozcamos todos a esta mujer de Dios.

Me llamo Annalena Tonelli. Nací en Italia, en Forlì, el 2 de abril de 1943. Trabajo en la salud desde hace treinta años, pero no soy médico; me he laureado en leyes en Italia; estoy habituada a la enseñanza de la lengua inglesa en las escuelas superiores de Kenya. Tengo certificados y diplomas de control de la tuberculosis en Kenya, de medicina tropical y comunitaria en Inglaterra, de leprología en España.

Dejé Italia en enero de 1969 y desde entonces vivo al servicio de los somalíes. Son treinta años de compartir. Siempre he vivido con ellos, excepto pequeñas interrupciones en otros países por causas de fuerza mayor. Elegí ser para los otros: los pobres, los sufrientes, los no amados, desde que era niña, y así he sido y confío continuar siendo hasta el fin de mi vida. Quería seguir sólo a Jesucristo. Ninguna otra cosa me interesaba tan fuertemente: Cristo y los pobres en Cristo. Por Él hice una elección de pobreza radical, aún si pobre como un verdadero pobre –como los pobres de los cuales está llena mi jornada- yo no podré ser nunca.

Vivo al servicio sin un nombre, sin la seguridad de una orden religiosa, sin pertenecer a ninguna organización, sin un estipendio, sin un salario, sin cuentas bancarias de colaboración voluntaria para cuando sea vieja. No soy casada, porque así elegí en la alegría cuando era joven. Quería ser toda para Dios. Era una exigencia del ser aquella de no tener una familia mía. Y así ha sido por gracia de Dios. Tengo amigos que me ayudan a mí y a mi gente desde hace más de treinta años. Todo lo he podido gracias a ellos. Sobre todo a los amigos del Comité para la lucha contra el hambre en el mundo de Forlì. Naturalmente hay también otros amigos en diversas partes del mundo, no podría ser de otro modo, las necesidades son grandes. Agradezco a Dios que me los ha regalado y continúa regalándomelos. Somos un solo cuerpo con dos brazos, distintos en apariencia, pero iguales en la sustancia: luchamos para que los pobres puedan ser levantados del polvo y liberados, luchamos para que los hombres, todos los hombres, puedan ser una cosa sola.

Dejé Italia después de seis años de servicio a los pobres en uno de los bajos fondos de mi ciudad natal, a los niños de la casa cuna, a los niños discapacitados y víctimas de pesados traumas, a los pobres del tercer mundo gracias a la actividad del Comité para la Lucha contra el Hambre en el Mundo que yo había contribuido a hacer nacer. Creía no poder donarme completamente si me quedaba en mi país: los límites de mi acción me parecían muy estrechos, asfixiantes… Pronto comprendí que se puede servir y amar en todas partes, pero ya  estaba en África y sentí que era Dios que me había llevado y allí me quedé, en la alegría y en la gratitud. Partí decidida a “gritar el evangelio con la vida” en la senda de Charles de Foucauld, que había inflamado mi existencia.

Treintaitrés años después grito el evangelio con mi vida y ardo en deseos de continuar gritándolo así hasta el fin. Esta es mi motivación de fondo, junto a una pasión invencible de siempre por el hombre herido y disminuido sin haberlo merecido, más allá de la raza, de la cultura y de la fe. Trato de vivir con un respeto extremo por aquellos que el Señor me ha dado. He asumido hasta donde es posible un estilo de vida igual al de ellos. Vivo una vida muy sobria en la vivienda, en el alimento, en los medios de transporte, en la vestimenta. He renunciado espontáneamente a las costumbres occidentales, buscando el diálogo con todos. He dado cuidado, amor, fidelidad y pasión, El Señor me perdone si digo palabras demasiado grandes.

carta della Somalia

He vivido particularmente con los somalíes, primero con los somalíes del nordeste de Kenya, después con los de Somalia. Vivo en un mundo rígidamente musulmán; los únicos curas y monjas presentes en Somalia desde los tiempos de Mussolini hasta la guerra civil, que estalló once años atrás, fueron aceptados exclusivamente para el servicio religioso a los italianos (Somalia fue colonia italiana n.del t.).

Viví los últimos cinco años en Borama, en el extremo noroeste del país, en el confín con Etiopía y Djibouti. Allá no hay ningún cristiano con el cual yo pueda compartir: dos veces al año, cerca de Navidad y de Pascua, el obispo de Djibouti viene a celebrar la misa para mí y conmigo.

Vivo sola, porque las compañeras de camino, que junto a los pobres hicieron de mi vida un paraíso en la tierra durante mis diecisiete años de desierto, se dispersaron después que fui obligada a dejar Kenya. Fue en 1984. 

El gobierno de Kenya intentó cometer un genocidio contra una tribu nómade del desierto. Querían exterminar cincuenta mil personas. Asesinaron mil, yo logré impedir que la masacre se llevara adelante hasta el final. Por eso un año después fui deportada. Callé en nombre de los pequeños que había dejado en casa y que habrían sido castigados si yo hubiese hablado.

En cambio fueron los somalíes los que hablaron y lucharon para que se hiciera la luz y la verdad sobre el genocidio. Pasaron dieciséis años y el gobierno de Kenya admitió públicamente su culpa, pidió perdón, prometió compensaciones para las familias de las víctimas. Los diarios y la BBC hablaron mucho de mi intervención. Y hoy muchos de los somalíes que tenían sospechas contra mí, me han aceptado y han llegado a ser mis amigos: hoy saben que estaba dispuesta a dar la vida por ellos, que he arriesgado la vida por ellos.

En la época de la masacre fui arrestada y llevada ante la corte marcial. Las autoridades, todos no somalíes, todos cristianos, me dijeron que me habían hecho dos emboscadas de las cuales había huido providencialmente, pero que no escaparía más una tercera vez. Uno de ellos, un cristiano practicante, me preguntó qué cosa me impulsaba a actuar así. Le respondí que lo hacía por Jesucristo que pidió que demos la vida por nuestros amigos.

He experimentado muchas veces en el curso de mi larga existencia que no hay mal que no salga a la luz, que no hay verdad que no sea revelada; lo importante es continuar luchando como si la verdad ya se hubiera hecho, las ofensas no nos tocaran y el mal no triunfara. Un día el bien resplandecerá. A Dios pidámosle la fuerza para saber esperar, porque puede tratarse de una larga espera… aún hasta después de nuestra muerte. Yo vivo en la espera de Dios y comprendo que esta espera me pesa menos a mí que la espera de las cosas de los hombres a los demás. Vivo inserta profundamente en medio de los pobres, los enfermos, aquellos a quienes nadie ama. Me ocupo principalmente del control y la cura de la tuberculosis.

A Kenya fui como docente, porque era el único trabajo que, al inicio de una experiencia tan nueva y fuerte, podía desarrollar decentemente sin provocar daños a nadie. Fueron tiempos de intensa preparación de las lecciones de casi todas las materias, por falta de docentes, de estudio de la lengua local, de la cultura y de las tradiciones; tiempos de intensa implicación en la enseñanza, en la profunda convicción de que la cultura es fuerza de liberación y de crecimiento. Los estudiantes, muchos de mi misma edad o apenas un poco más jóvenes que yo, que habían enfrentado al director para rechazarme contestarme cuando se supo que llegaría una mujer docente, asegurándole que me impedirían el acceso a la clase, fueron profundamente implicados y motivados. Los resultados fueron óptimos, tanto que varios estudiantes de entonces hoy ocupan espléndidas posiciones en varios ministerios, en el gobierno, en las actividades privadas del país, y a menudo me llega el eco de que todos los estudiantes del nordeste de aquellos tiempos cuentan que fueron mis alumnos y yo su maestra, cosa naturalmente no verdadera.

Recuerdo que, casi enseguida después de mi llegada, me enamoré de un niño enfermo de “sickle cell” y de hambre: eran los tiempos de una terrible carestía y vi a mucha gente morir de hambre. En el curso de mi existencia, he sido testimonio de otra carestía: diez meses de hambre, en Merca, en el sur de Somalia. Puedo decir que se trata de experiencias tan traumatizantes como para poner en peligro la fe. Había llevado a vivir conmigo a catorce niños con las enfermedades del hambre.

Enseguida doné sangre a aquel niño y supliqué a mis alumnos que hicieran otro tanto. Uno de ellos donó y después de él muchos otros, venciendo así la resistencia de los prejuicios y de las estrecheces de un mundo que, a mis ojos de entonces, parecía ignorar cualquier forma de solidaridad y de piedad. Y fue quizás mi primera experiencia de que, aún en un contexto islámico, el amor genera amor. Pero mi primer amor fueron los enfermos de tuberculosis, la gente más abandonada, más rechazada en ese mundo. La tuberculosis devasta desde hace siglos a los somalíes. Se piensa que prácticamente toda la población está infectada. Providencialmente, sólo un porcentaje de las personas infectadas desarrolla la enfermedad en el curso de su existencia.

Vivía en Wajir, un poblado desolado en el corazón del desierto en el nordeste de Kenya, cuando conocí a los primeros tuberculosos y me enamoré de ellos y fue un amor para toda la vida. Los enfermos de tuberculosis estaban en una sección de desesperados y aquello que más partía el corazón era su abandono, su sufrimiento, sin ningún tipo de alivio.

No sabía nada de medicina. Comencé a llevarles agua de lluvia que recogía de los techos de la bella casa que el gobierno me había dado como docente de la escuela secundaria. Iba con los tachos llenos, vaciaba los recipientes con el agua saladísima de los pozos de Wajir y los llenaba de vuelta con aquella agua dulce. Ellos me hacían señas de órdenes, aparentemente molestos por la necedad de esa joven mujer blanca, de cuya presencia parecían querer liberarse rápido. Tenía todo en contra en ese tiempo: era joven y por lo tanto no digna ni de escucha ni de respeto, era blanca y por lo tanto despreciada por esa raza que se considera superior a todas (blancos, negros, amarillos, pertenecientes a cualquier nacionalidad que no sea la de ellos), era cristiana, y por lo tanto, despreciada, rechazada, temida.

Todos entonces estaban convencidos de que yo había ido a Wajir para hacer proselitismo. Y además, yo no estaba casada, un absurdo en ese mundo en el cual el celibato no existe y no es un valor para nadie, más bien es un no valor. Treinta años después, por el hecho de que no soy casada, soy todavía mirada con desprecio y compasión en todo el mundo somalí que no me conoce bien. Solo quien me conoce dice y repite sin cansarse que he salvado, curado, ayudado, dejando pasar así silenciosamente el hecho de que yo madre biológica no soy y no seré nunca.

Foto di Annalena insieme ad adulti e bambini Enseguida comencé a estudiar, a observar, estaba cada día con ellos, los servía de rodillas, estaba junto a ellos cuando se agravaban y no tenían a nadie que se ocupara de ellos, que los mirara a los ojos, que les infundiera fuerza. Después de algún año, en nuestro centro de Manyatta cada enfermo conciente de que llegaba su fin, quería que sólo yo estuviera a su lado, para morir sintiéndose amado. Comencé a supervisar sus tratamientos una vez que salían del hospital. Enseguida se comentó. No se conocían tratamientos que llegaran a su término en el desierto. Todos fallaban: al cien por cien.

En 1976 me pidieron que fuera responsable de un proyecto de la Organización Mundial de la Salud (O.M.S.) para la atención de la tuberculosis en medio de los nómades, un proyecto piloto en toda África. Me pidieron que inventara un sistema para garantizar que los enfermos tuvieran las terapias antituberculosas cada día por un período de seis meses. Y por primera vez en África fueron aplicados tratamientos en breve término para un número abierto de enfermos, tratamientos que permitieron la curación en un tiempo de seis meses, mientras hasta entonces eran necesarios dieciocho meses de fármacos tomados cada día.

Era setiembre de 1976. Decidí invitar a los nómades a quedarse en un pedazo de desierto frente al Rehabilitation Centre for Disabled, donde trabajaba junto a las compañeras que con el correr de los años se habían unido a mí, todas voluntarias, sin estipendio, todas para los pobres y por Jesucristo. Junto a ellas había dado vida a un centro donde se rehabilitaron todos los poliomelíticos del desierto del Noreste en el curso de diez años. Éramos una familia. Acogíamos, además de los poliomelíticos, casos particularmente difíciles de atender, rehabilitar, criaturas particularmente heridas: ciegos, sordomudos, discapacitados mentales y motrices. Los chicos crecieron con nosotras –mamás a tiempo completo- y yo soy todavía hoy un punto de referencia constante para ellos.

En tanto, los nómades comenzaron a venir con sus chozas en el lomo de los camellos. Desmontaban las esteras, las varillas curvas, las sogas y construían las chozas. Por seis meses la ingestión de los fármacos estaba estrictamente supervisada día a día. Los diagnósticos eran hechos sólo con el examen del esputo al microscopio. El suministro de los fármacos era absolutamente regular, casi un milagro para África. Al término de seis meses, llegaba el camello o la caravana completa y el enfermo ya curado volvía al desierto.

Este procedimiento que la O.M.S. llama D.O.T.S. (directly observed therapy short chemotherapy) llegó a ser la global policy de la O.M.S. para el control de la tuberculosis en el mundo y es aplicada en muchos países de África, de Asia, de América y también de Europa, como uno de los mejores medios para garantizar la colaboración del enfermo, compliance sin la cual no existe curación auténtica y sin la cual la plaga de la tuberculosis continuará expandiéndose en el mundo entero y de la forma más trágica, que es la de la resistencia a los fármacos antituberculosos.

La de la T.B. Manyatta fue una gran aventura de amor, un don de Dios. Fue gracias a la T.B. Manyatta, y sólo en parte al Rehabilitation Centre (porque en mi mundo los discapacitados valen todavía menos que los tuberculosos), que la gente comenzó a decir que a lo mejor nosotras también iríamos al paraíso. Por cinco años nos habían refregado en la cara que nosotras no iríamos nunca al paraíso, porque no decíamos: “No hay Dios fuera de Alá y Mahoma es su profeta”.

Después sucedió un episodio grave, que puso en riesgo nuestra vida, y entonces la gente comenzó a decir que seguramente nosotras también iríamos al paraíso. Y comenzamos a ser tomadas como ejemplo. El primero fue un viejo jefe que nos quería mucho: “Nosotros, los musulmanes, tenemos la fe –nos dijo un día- y ustedes tienen el amor”. Fue el tiempo del gran deshielo. La gente decía cada vez más frecuentemente que ellos deberían haber hecho como nosotras, que deberían haber aprendido de nosotras a cuidar a los demás, en particular a los más enfermos, los más abandonados. Diecisiete años después, enseguida después de la masacre de Wagalla, un viejo árabe me detuvo en el centro de una de las calles principales del pobre pueblo: profundamente conmovido porque entre los muertos estaban sus amigos, porque me había visto cuando me habían pegado porque me sorprendieron sepultando a los muertos, porque él había tenido miedo y no había hecho nada para salvar a los suyos, mientras que yo había arriesgado todo para salvar la vida de “los suyos”, que habían llegado a ser “los míos”, entonces gritó allí para ser escuchado por todos: “En el nombre de Alá, yo te digo que si nosotros seguimos tus huellas, también nosotros iremos al paraíso”.

En Borama, donde vivo hoy, la gente reza intensamente para que yo me convierta a la fe musulmana. También en los otros lugares donde he estado, la gente a un cierto punto, comenzaba a rezar por mi conversión a la fe musulmana. Me hablan a menudo, pero con delicadeza, y agregan siempre que, de todos modos, Dios sabe y yo iré al paraíso aún si sigo siendo cristiana. No quieren que me sienta herida. Y por otra parte, tratan de hacerme sentir “asimilada” a ellos, cercanísima. Me cuentan cada relato en el cual el profeta Mahoma, sobre las huellas de Issa, Jesús, comía con los leprosos del mismo plato, tenía compasión de los pobres, mostraba amor por los pequeños.

He regresado a Italia por un mes en junio de este año. Faltaba desde hace muchos años. Para mi gente de allá ha sido un acontecimiento: muchos han temido que alguno o alguna cosa me hubieran impedido regresar. Fue grande la alegría de volver a verme. Y el sheekh más amado, un sheekh que ha sido y continúa siendo el maestro de Corán para todos los otros sheekh de la zona, vino enseguida a mi oficina y me dijo que, cuando estuve en Roma –para ellos Italia es casi solamente Roma- ellos estaban felices y compartían en el pensamiento y en la plegaria mi peregrinación, porque se trataba de auténtica peregrinación. Ellos –seguía repitiéndome el sheekh Abdirahman, justamente orgulloso de su conocimiento- saben que en Roma están sepultados algunos de los discípulos de Issa, Jesús, su gran profeta. Y visitar los lugares de su martirio es una de las peregrinaciones que todo musulmán querría hacer en el curso de su vida, tanto que ellos sentían que me habían enviado en peregrinación y me esperaban para que les contara y compartiera. En sentido muy amplio, el diálogo con las religiones es esto. Es compartir. No hay necesidad de palabras. El diálogo es vida vivida; y mejor (al menos yo lo vivo así) si es sin palabras.

Decía que la tuberculosis es flagelo en el mundo somalí. Piensen que en Borama, un centro con cincuenta mil habitantes, nosotros hemos diagnosticado y tratado mil quinientos enfermos al año, casi el cien por cien con esputo positivo sobre todo en los primeros años. Ahora tenemos el problema del SIDA. Hace sólo tres años que vemos enfermos con TBC y HIV, pero el problema se está desparramando. Habíamos bajado a ochocientos enfermos el año pasado, pero la presencia del HIV está haciendo subir de nuevo temiblemente la pendiente. En un país como Somalia, en el cual la tuberculosis es endémica, la primera infección oportunística que los enfermos de HIV desarrollan es la tuberculosis. Nosotros trabajamos intensamente para que la población llegue a ser conciente del problema y luche dentro y fuera de sí para que los comportamientos cambien y la difusión del HIV quede contenida.

Comencé hace cinco años con treinta camas y un número cada vez mayor de cabañas para los enfermos graves que no podían encontrar una cama en la sección, hasta tener más de doscientas. Hoy hay doscientas camas, ocho secciones nuevas que el ACNUR ha construido para nuestra gente, un laboratorio construido por el programa para el desarrollo de la ONU y casi cien cabañas para los enfermos que no encuentran lugar para ser acogidos en el pueblo. Algunos vienen de lejos, de Etiopía, de Djibouti, de otras partes del país; otros son rechazados por sus familias a causa del estigma de la enfermedad. La tuberculosis es parte de la gente, de su historia, de su lucha por la existencia. Y sin embargo es también estigma y maldición: signo de un castigo enviado por Dios por un pecado cometido, ya sea público o escondido.

En Borama continúa la lucha cada día para la liberación de la ignorancia, del estigma, de la esclavitud de los prejuicios. Hasta hoy en día tenemos testimonios de personas que prefieren no ser diagnosticadas, atendidas y curadas y que por lo tanto prefieren morir con tal de no admitir públicamente el ser afectados por la tuberculosis. La lucha se lleva adelante con el staff ante todo a nivel personal: con el sistema del DOTS. Nosotros vemos a todos los enfermos cada día, cada día hablamos con ellos, cada día nos ocupamos de sus problemas pequeños y grandes; cada día discutimos con ellos de aquello que los mantiene esclavos, infelices, en la oscuridad. Y ellos se liberan, llegan a ser felices, están cada vez más en la luz. En el centro T.B. hemos abierto escuelas de alfabetización, una escuela de lengua inglesa. Hace treinta años que me ocupo de escuelas: las organizo, si es necesario las construyo, las financio.

La creatura capaz de vivir en Dios es seguramente un acontecimiento de gracia. Pero es cierto que, con la educación, el hombre llega a ser más fácilmente una creatura capaz de vivir en Dios, su creador y dador de todo bien.

Los enfermos llegan a nosotros como seres mortificados, sufrientes, asustados, pisoteados, infelices. Después de las primeras semanas de atención, apenas se sienten mejor, querrían huir y volver a la floresta, a sus camellos, a sus cabras, a sus campos de mijo. En la “escuela” de los diálogos con el staff cada día, en las escuelas de alfabetización, de Corán, de lengua inglesa, adquieren confianza, comprenden los motivos de la necesidad de completar la cura, de tomar los remedios bajo la supervisión, no sufren más, no tienen más miedo. De la TBC se cura y se llega a ser fuerte, todavía más fuerte que sus familiares, que sus amigos y conocidos. Una vez curados, la TBC no se difundirá a sus hijos, a sus mujeres.

Antes no sabían ni leer ni escribir, antes no sabían casi nada de su religión. Ahora saben, la conocen en traducción, aprenden a comprender y a apreciar los valores universales del bien, de la verdad, de la paz, del abandono en Dios: “Alá me lo ha dado, Alá me lo ha quitado, sea bendito el nombre de Alá”. Aprenden a afrontar el sufrimiento físico y la muerte, a no temerlos, a no rechazarlos, a aceptarlos: “Alá está. Alá sabe, conoce, guía”. Hablamos de eso juntos cada día, nos consolamos recíprocamente, encontramos fuerza y confianza en esta conciencia adquirida y readquirida y conquistada cada día... y su vida cambia... y nuestra vida cambia en una conciencia siempre más profunda, en una capacidad de vivir en la presencia de Dios siempre más auténtica.

Seis meses después hay enfermos que piden poder ser admitidos para continuar frecuentando el centro para poder completar un curso de escuela, para poder completar el estudio del Corán... y todos se sienten maestros y, orgullosos, muestran a los otros sus conquistas, sus logros, su crecimiento en dignidad humana. Yo, en tanto, comparto su vida, me ocupo de todos los aspectos de sus cuidados, estudio cada día los textos de medicina para aprender a curarlos, para actualizarme, busco médicos y enfermeros, hago búsqueda de fondos porque no he accedido a los fondos de las ONG, siendo una sola persona, sin organización. Sirvo a los enfermos de rodillas, doy muchas horas de clase al staff de enfermeros, para hacerlo más sensible, más atento, más capaz de cuidar, más capaz profesionalmente.

Y es gracias a este staff sensible, atento, que en el T.B. Centre tenemos también una clínica para epilépticos y para enfermos con problemas mentales. Son los “endemoniados” de este mundo. Nos los traen encadenados, sucios con sus excrementos, a menudo gritando. Después de pocos días de atención y de cuidados, se liberan de las cadenas, comienzan a lavarse, poco a poco van sin acompañante a buscar sus remedios, lentamente surgen personas normales.

Y es gracias a dos enfermeras obstetras en mi staff y a dos sheekhs, los más amados y respetados que trabajan en estrecha colaboración con nosotros, que en la región llevamos adelante una gran campaña para la erradicación de las mutilaciones genitales femeninas y de la infibulación, que en nuestro mundo son practicadas al cien por cien. Y es siempre gracias a este staff verdaderamente único que nosotros nos hicimos promotores dos veces al año de un Eye Camp: viene un equipo de especialistas de los ojos, amigos de tantos años. En cuatro años operan una media de trescientos treinta y tres ciegos, sobre todo afectados de cataratas, usando la lente intraocular. Durante el último camp de agosto pasado se han superado a sí mismos: han restituido la vista a cuatrocientos cincuenta ciegos. La gente está infinitamente agradecida por este servicio. Nosotros llenamos Borama con pasacalles: “Estaba ciego y ahora veo”... (Juan  9, 25, n. del t.) nuestro Juan, pero ellos no saben. 

Pero volvamos a la escuela de los niños sordos. Hace cuatro años, el primer niño somalí-keniata sordo de nacimiento, que había llevado a la escuela con educación especial para sordos en Kenya cuando tenía cuatro años, ya hecho hombre, vino a verme a Borama después de un arriesgado viaje de casi un mes a través de Kenya y Etiopía. Tenía sus penas de amor y sentía la urgencia de hablar de eso conmigo, que le había hecho en cierto modo de mamá y que lo había ayudado a ponerse de novio. Enseguida decidió quedarse y juntos dimos vida a una escuela para niños sordos.

En Somalia no hubo nunca educación especial, pero fue abierta una escuela para niños sordos, para niños ciegos, para niños con discapacidad mental. Profesores universitarios, hasta que no vieron nuestra escuela, no creían que fuera posible educar a niños sordos. Ninguno aquí lo creía posible. Hoy todos saben que no hay nada que un niño sordo no pueda hacer, no hay nada que un niño sordo no pueda aprender, no hay nada que un niño sordo no pueda sentir, no pueda comprender. Ciertamente se trata de un largo camino, pero nosotros ya vemos una luz, aunque sea todavía muy tenue, pero a lo lejos es una luz tan fulgurante que hace estallar el corazón de alegría y de gratitud en la anticipación de aquello que será un día ya no más lejano: nuevos cielos y una nueva tierra.

foto di 3 bimbe con alfabeto per sordi

En nuestra escuela comenzamos con tres niños sordos, después cinco, después ocho, después doce... hoy tenemos cincuenta y dos. Comenzamos a enseñar en una habitación de la casita que yo alquilo en Borama, después construimos un cobertizo al exterior, porque los niños aumentaban, después construimos otra habitación en el recinto de la casa.

 

En el entretiempo algunos niños con discapacidad motriz, víctimas de la polio y de la guerra, vinieron a suplicarnos que los recibiéramos en nuestra escuela porque tenían miedo de frecuentar la escuela para niños normales. Es un mundo duro el nuestro, el mundo de los fuertes, donde no existe un espacio para el débil. Decidimos acogerlos, les dijimos que, cuando hubieran conseguido confianza en sí mismos –el hecho de saber como los otros y mejor que los otros les daría inevitablemente la fuerza de levantarse y de sentirse como los otros- les pagaríamos la cuota para frecuentar las escuelas normales. Empleamos para ellos un óptimo maestro.

Mientras tanto, los niños con TBC se habían curado y habían sido dados de alta y, después de haber aprendido y haber prosperado en las escuelas del T.B. Centre, querían continuar aprendiendo, pero muchos de ellos no tenían el dinero para pagar las cuotas escolares. Y fue así que decidimos recibirlos en la clase junto a los niños discapacitados. Mientras tanto la gente hablaba cada vez más de nosotros, de los milagros que sucedían en nuestra escuela. Y fue así que el Alto Comisionado para los Refugiados se ofreció a construirnos una verdadera escuela.

En 1998 construyeron cuatro clases, una sala para los maestros, un pequeño depósito y baños. Después los amigos de Forlì construyeron otras dos aulas; después algunos amigos protestantes ingleses –conocidos por una serie de circunstancias providenciales, gente humilde y generosa, que me ruega que no mande tantos detalles cuando hago la rendición de cuentas de cómo he gastado su dinero, que me dice que va todo bien, que todo es bello, que todo es don del Señor- construyeron tres clases y dos baños; y después todavía los amigos de Forlì construyeron otra aula. En el pedazo de tierra que la comunidad nos dio hay todavía lugar para un aula.

Desde hace dos años hemos acogido treinta niños pertenecientes a un clan despreciado por los somalíes: son los trabajadores del hierro, del cuero, los peleteros, los cazadores de la foresta. No han mandado nunca a sus niños a la escuela. Viven en un ghetto, sus hijas no se casan nunca con los somalíes de otros clanes, sus hijos no se casan nunca con muchachas de otros clanes. Ellos se rebelan contra Dios y contra los hombres por su condición de rechazados, de despreciados, de marginados. Son grandes trabajadores.

Sucedió que muchos de ellos estaban enfermos de TBC, y fue así que tuvieron la oportunidad de ir a la escuela en el centro T.B., de saborear la belleza, la grandeza, la alegría de aprender, de comprender, de desarrollarse, de crecer, de liberarse, y ha sido así tan espontáneo para ellos pedir que nosotros aceptáramos educar a sus hijos, estos hijos que desde hace siglos comienzan a trabajar desde niños y se fatigan como ningún otro niño se fatiga y se ganan el arroz cotidiano con el sudor de su frente.

Sucedió después que algunos intelectuales y después algunos ricos vinieron a suplicarnos que recibiéramos a su hijos en nuestra escuela, porque es una escuela seria, porque con nosotros hay disciplina, porque los maestros se empeñan, aman a los niños, aman la enseñanza, se preparan. Y nosotros hemos decidido aceptarlos, son pocos. Hoy la escuela es una bellísima mezcla de niños de toda proveniencia, de toda historia, de muchas capacidades. Los niños sordos estudian naturalmente en clases separadas de pocos niños, pero durante el tiempo del juego, los niños sordos y los niños normales están juntos y esta es una de las experiencias más consoladoras, más alentador, más capaces de donar esperanza en un mundo en el cual los hombres querrán ser y serán una sola cosa.

foto di Annalena con un gruppo di malati

Esto del “Ut unum sint” (“Que todos sean uno”, Juan 17,20, n. del t.) ha sido la agonía amorosa de mi vida, mi pasión. Hace una vida que lucho y me desvivo –como decía Gandhi, mi gran maestro junto a Vinoba, después de Jesucristo- que lucho, yo, pobre cosa, para ser buena, sincera, no violenta en los pensamientos, en la palabra, en la acción. Y hace una vida que lucho para que los hombres sean un cosa sola.

 

Cada día en el T.B. Centre nosotros nos esmeramos por la paz, por la comprensión recíproca, para aprender juntos a perdonar. Oh, el perdón, ¡qué difícil es el perdón! Mis musulmanes hacen también mucho esfuerzo para apreciarlo, para  quererlo para su vida, para su relación con los otros. Dicen que su religión es muy fudud: muy poco exigente. Dios pide al hombre, dicen, que perdone, si después el hombre no es capaz, Dios es misericordioso.

Cada día nosotros luchamos para comprender y hacer comprender que la culpa no es nunca de una sola parte, sino de las dos partes. Nosotros pensamos juntos y nos esforzamos por ver todo aquello que es positivo en el otro, nosotros nos miramos a la cara, a los ojos, porque queremos que se haga la verdad. Mi staff ha aprendido a reírse de sus límites, de sus mezquindades, de su mentalidad “monetaria”, de la dureza del propio corazón, de la sed de venganza cuando están heridos: todas cosas, éstas, que hacen muy difícil el perdón. Ciertamente, dicen, Alá no quiere todo esto, aún si Alá es infinitamente misericordioso.

Yo, de mi parte, desde hace largos años he aprendido, o mejor, he comprendido en lo profundo del ser que cuando hay algo que no va –incomprensiones, ataques, injusticias, enemistades, persecuciones, divisiones- seguramente la culpa es mía, seguramente hay algo en lo que me he equivocado.

A los pies de Dios, la búsqueda de mi culpa es fácil, no lleva tiempo, hace sufrir, pero además no tanto, porque además es tan bello y grande reconocerse culpables y luchar para que la culpa sea cancelada, para que los comportamientos equivocados sean reformados, para que cada relación con los otros, el acercamiento llegue a ser positivo... nuestro deber sobre la tierra es hacer vivir. Y la vida no es seguramente la condena, el ius belli, la acusación, la venganza, el poner el dedo en la llaga, el revelar los errores, las culpas de los otros, el tener escondida en cambio nuestra culpa, la impaciencia, la ira, los celos, la envidia, la falta de esperanza, la falta de confianza en el hombre. La vida es esperar siempre, esperar contra toda esperanza, echar a la espalda nuestras miserias, no mirar las miserias de los otros, creer que hay Dios y que es un Dios de amor. Nada nos turbe y siempre adelante con Dios. Quizás no es fácil, aún más, puede ser una empresa titánica creer así.

En muchos sentidos hay una tal oscuridad y la fe, esta fe que es ante todo don y gracia y bendición. ¿Por qué yo y no tú? ¿Por qué yo y no él, no ella, no ellos? Y sin embargo la vida tiene sentido sólo si se ama. Nada tiene sentido fuera del amor.

Mi vida ha conocido tantos y tantos peligros, he arriesgado la muerte tantas y tantas veces. He estado por años en medio de la guerra. He experimentado en la carne de los míos, de aquellos que amaba, por lo tanto en mi carne, la maldad del hombre, su perversidad, su crueldad, su iniquidad. Y he salido con una convicción inquebrantable, de que lo que cuenta es solamente amar. Aún si no hubiera Dios, sólo el amor tiene un sentido, sólo el amor libera al hombre de todo aquello que lo hace esclavo, solo el amor hace respirar, crecer, florecer, solo el amor hace que nosotros no tengamos más miedo de nada, que nosotros pongamos la mejilla aún no herida al escarnio y a la golpiza de quien nos golpea porque no sabe lo que hace, que nosotros arriesguemos la vida por nuestros amigos, que todo lo creamos, todo lo soportemos, todo lo esperemos. Y es entonces que nuestra vida llega a ser digna de ser vivida, que nuestra vida se hace belleza, gracia, bendición.

Y es entonces que nuestra vida se hace felicidad aún en el sufrimiento, porque nosotros vivimos en nuestra carne la belleza del vivir y del morir. Siento fuertemente que todos nosotros estamos llamados al amor, por lo tanto a la santidad… la mujer pobre de Leon Bloy vagaba de puerta en puerta… una mendiga… “No hay sino una tristeza en el mundo: la de no ser santos”, repetía. Me encanta pensar: no hay sino una tristeza en el mundo: la de no amar. Que al final es lo mismo.

Ciertamente, debemos liberarnos de tanto lastre. Pero hay métodos prácticos, hay caminos, hay indicaciones claras, está Dios en la celdita de nuestra alma que nos llama. Aún así la suya es una voz pequeña y silenciosa. Nosotros debemos ponernos a la escucha, debemos hacer silencio, debemos crearnos un lugar de quietud, separado, aún si ha menudo necesariamente cercano a los otros, como una mamá que no puede estar demasiado tiempo lejos de sus niños. En efecto para amar no siempre basta nuestro corazón, nuestro deseo, nuestra sed de Dios. Es parte de la experiencia de quien decide ponerse al servicio de los pobres, que nos pobres no son fáciles de amar y que el corazón del hombre, aún de aquel que se dona, puede ser misteriosamente muy duro.

En Wajir éramos una comunidad de siete mujeres, todas, aún de maneras diversas, teníamos sed de Dios, y comprendíamos que cuando perdíamos o estábamos por perder el sentido de nuestro servicio y la capacidad de amar, podíamos reencontrar los bienes perdidos sólo a los pies del Señor. Por eso habíamos construido una ermita e íbamos allá por un día o más o por períodos también largos de silencio a los pies de Dios. Allá encontrábamos equilibrio, quietud, previsión, sabiduría, esperanza, fuerza para luchar la batalla de cada día ante todo con todo aquello que nos hace esclavos adentro, que nos tiene en la oscuridad.

Salíamos de allá y nos sentíamos incendiadas de amor renovado por todos aquellos que el Señor había puesto en nuestro camino. A veces nos lo confiábamos, las más de las veces callábamos, pero los rostros de mis compañeras eran tan bellos, tan luminosos que me narraban todo aquello que el pudor impedía comunicar con las palabras.

Después, en el curso de esta vida mía tan larga, hubo otras ermitas, otros silencios, la palabra de Dios, los grandes libros, los grandes amigos, tantos y tantos que han inspirado mi vida, sobre todo en la fe católica: los padres del desierto, los grandes monjes, Francisco de Asís, Clara, Teresa de Lisieux, Teresa de Ávila, Carlos de Foucauld, padre Voillaume, hermana María, Juan Vannucci, Primo Mazzolari, Lorenzo Milani, Gandhi, Vinoba, Pina y María Teresa..., pero en el centro siempre Dios y Jesucristo.

Nada me importa verdaderamente fuera de Dios, fuera de Jesucristo… Los pequeños sí, los sufrientes… Yo me enloquezco, pierdo la cabeza por los harapos de humanidad herida: más están heridos, más maltratados, despreciados, sin voz, sin contar a los ojos del mundo, más yo los amo. Y este amor es ternura, comprensión, tolerancia, ausencia de miedo, audacia. Esto no es un mérito, es una exigencia de mi naturaleza. Pero es cierto que en ellos yo veo a Cristo, el Cordero de Dios que sufre en su carne los pecados del mundo, que se los carga sobre las espaldas, que sufre, pero con mucho amor… nadie queda afuera del amor de Dios.

Me he culpado cien veces por haber aceptado venir aquí delante de ustedes a hablarles de mi vida, he sido débil y he aceptado el parecer de mis amigos que están convencidos que, a este punto, después de cuarenta años, es justo y bueno compartir con otros los dones de Dios. Pero si este exponerme en público mío pudiera servir a alguno que no cree, a alguno que no vive dentro de sí esta extraordinaria realidad de que Dios ama a cada hombre, desde el más digno de amor a los ojos de los hombres al más rechazado y despreciado, al hombre malo, criminal, entonces me pondría de rodillas y bendeciría, porque ha hecho cosas grandes en mí el que es poderoso.

El hombre que no es bueno, el hombre incapaz de perdón, el hombre que ama herir, el hombre que quiere venganza, el hombre falso, no son hombres malos, incapaces de perdón, falsos necesariamente. Lo son porque no han encontrado en su camino una criatura capaz de comprenderlos, de amarlos, de hacerse cargo de sus culpas “¿Tú has hecho el mal? Yo pagaré en tu lugar” Así decía Gandhi.

Así nos repite Jesucristo desde hace dos mil años… quizás porque los hombres somos tan sordos. Ciertamente su voz es a menudo pequeña y silenciosa, pero después Él está en nuestra celdita, en nuestra alma, y no debería ser tan difícil bajar allí y habitar con Él. ¿Palabras? No. Verdad. Realidad. Ciertamente, para la mayoría de los hombres habrá que -y es necesario- hacer silencio, quietud, apagar el celular, tirar el televisor por la ventana, decidir de una vez por todas liberarse de la esclavitud de las cosas, de aquello que parece que es importante a los ojos del mundo, pero que no cuenta absolutamente a los ojos de Dios, porque se trata de no-valores.

A los pies de Dios nosotros reencontramos cada verdad perdida: todo aquello que estaba precipitado en la oscuridad llega a ser luz, todo lo que era tempestad, se aquieta, todo lo que parecía un valor, pero que no es valor, aparece en su ropaje verdadero y nosotros nos despertamos a la belleza de una vida honesta, sincera, buena, hecha de cosas y no de apariencias, tejida de bien, abierta a los otros, en tensión omnipresente fuertísima, para que los hombres sean un cosa sola.

Es tiempo de concluir.

He dado mucho a los somalíes. He recibido mucho de los somalíes. El valor más grande que ellos me han donado, valor que todavía yo no soy capaz de vivir, es el de la familia ampliada, por el cual, al menos en el interior del clan, TODO se comparte. La puerta está siempre abierta de par en par para recibir aún al más lejano miembro del clan. La mesa siempre se comparte. Lo que ha sido preparado para diez, será compartido con la máxima naturalidad con quien se presente a la puerta. No hay y no habrá recriminaciones, lamentos, victimismos. Es la cosa más natural del mundo compartir con los hermanos. En mi mundo, en Borama, la plaga es la desocupación. Mucha gente no ha trabajado nunca en su vida porque no ha encontrado nunca un trabajo. Y es así que aquel “único” que trabaja se encuentra “obligado” a compartir con otros veinte, treinta que no trabajan, el fruto de sus fatigas. Pero él no lo vive como una “obligación”, lo vive con naturalidad. Allá compartir es parte de la existencia.

Y después esa oración de ellos cinco veces al día... el interrumpir cualquier cosa que se esté haciendo, aún la más importante, para dar tiempo y espacio a Dios. Desde que estoy con ellos, hace treinta años que me afano para que también en nuestro mundo nosotros detengamos los trabajos, interrumpamos cualquier conversación para hacer silencio y acordarnos de Dios, mejor si junto a otros, para reconocer que de Dios venimos, en Dios vivimos, a Dios volvemos.

Pero el don más extraordinario, el don por el cual yo agradeceré a Dios y a ellos eternamente para siempre, es el don de mis nómades en el desierto. Musulmanes, ellos me han enseñado la Fe, el abandono incondicional, la entrega a Dios, una entrega que no tiene nada de fatalista, una entrega firme y arraigada en Dios, una entrega que es Confianza y Amor. Mis nómades del desierto me han enseñado a hacer todo, comenzar todo, obrar todo en el nombre de Dios. “BISMILLAHI RAHMANI RAHIM”... En el nombre de DIOS Omnipotente y Misericordioso.

Uno se levanta en el nombre de Dios, se lava en el nombre de Dios, limpia la casa, trabaja,  come, trabaja todavía, estudia, habla, hace mil cosas de cada jornada, y finalmente se va a dormir: TODO en el nombre de Dios. La costumbre del nombre de Dios repetido incesantemente, que ya había sacudido mi vida con los relatos del peregrino ruso antes de mi partida, ha transformado mi vida permanentemente. Doy GRACIAS a mis nómades del desierto que me lo han enseñado.

Después la vida me ha enseñado que mi fe sin el Amor es inútil, que mi religión cristiana no tiene muchos y muchos mandamientos, sino que tiene uno solo, que no sirve construir catedrales o mezquitas, ni ceremonias ni peregrinaciones, que esa Eucaristía que escandaliza a los ateos y a las otras religiones encierra un mensaje revolucionario: “Este es mi cuerpo, hecho pan para que tú también te hagas pan sobre la mesa de los hombres, porque si no te haces pan, no comes un pan que te salva, sino que comes tu propia condenación”.

La Eucaristía nos dice que nuestra religión es inútil sin el sacramento de la misericordia, que es en la misericordia que el cielo y la tierra se encuentran. Si no amo, Dios muere sobre la tierra. De que Dios no sea Dios, yo soy la causa, dice Silesio. Si no amo, Dios queda sin epifanía, porque somos nosotros el signo visible de Su presencia y lo hacemos vivo en este infierno de mundo donde parece que Dios no estuviera y lo hacemos vivo cada vez que nos detenemos junto a un hombre herido.

En el fondo, yo soy verdaderamente capaz sólo de lavar los pies en todos los sentidos a los desamparados, a aquellos que nadie ama, a aquellos que misteriosamente no tienen nada de atrayente en ningún sentido a los ojos de nadie. Luis Pintor, un así llamado ateo, escribió un día: “No hay en una vida entera cosa más importante que hacer que inclinarse para que otro, estrechándose al cuello, pueda volver a levantarse”. Así es para mí. Y es en el arrodillarme para que, estrechándome el cuello, ellos puedan volver a levantarse y retomar el camino, o directamente caminar hacia donde nunca han caminado, que yo encuentro paz, carga fortísima, certeza de que “Todo es Gracia”.

Querría agregar que los pequeños, los sin voz, los que no cuentan nada a los ojos del mundo, pero tanto a los ojos de Dios, sus predilectos, tienen necesidad de nosotros, y nosotros debemos estar con ellos y para ellos, y no importa nada si nuestra acción es como una gota de agua en el océano. Jesucristo no ha hablado nunca de resultados. Él ha dicho sólo que nos amemos, que nos lavemos los pies los unos a los otros, que nos perdonemos siempre.

Los pobres nos esperan. Los modos de servicio son infinitos y dejados a la imaginación de cada uno de nosotros. No esperemos a ser instruidos en el campo del servicio. Inventemos… y viviremos nuevos cielos y nueva tierra cada día de nuestra vida.

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