“...
los males que hoy le causan (a la Iglesia) desolación, las herejías y las
perversiones de la vida religiosa de la entera Cristiandad, proceden del hecho
de haber abandonado la celebración de concilios”. Esto escribía el monje
Udalrico con motivo de la celebración del concilio de Basilea (1431-1449). Un
siglo después, era el téologo y jurista español Francisco de Vitoria,
‘padre’ del derecho de gentes, quien se expresaba en términos similares:
“Desde que los papas comenzaron a temer a los concilios, la Iglesia está sin
concilio, y así seguirá para desgracia y ruina de la religión”. Es
posible que parecidas reflexiones estén haciéndose las numerosas voces
procedentes de todos los sectores de la Iglesia católica: cardenales, obispos,
teólogos, teólogas, movimientos cristianos de base, que reclaman la celebración
de un nuevo concilio para responder con creatividad e imaginación a los grandes
problemas planteados al catolicismo en el nuevo siglo. Primero fue el cardenal
Martini, arzobispo de Milán, quien, en un Sínodo de obispos de 1999, propuso
delante del papa la necesidad de una asamblea de la Iglesia universal para
tratar cuestiones de especial trascendencia, cuya respuesta desborda la
capacidad de un sínodo. La propuesta cayó en saco roto, y sus colegas
–incluidos los obispos españoles- le dieron la espalda. Pero Martini no se
dio por vencido y volvió a reiterar su propuesta el 17 de enero de 2001 en una
entrevista del “Corriere” donde expresaba su deseo de un concilio ecuménico
que abordara con vigor y rigor los “temas cálidos” de la vida de la Iglesia
católica. A dicha petición se sumó Karl Lehmann, presidente de la Conferencia
Episcopal Alemana, nombrado cardenal por Juan Pablo II, quien mantiene profundas
divergencias teológicas con el cardenal Ratzinger y se enfrentó al Vaticano
cuando se negó a cerrar los
centros de asesoramiento sobre el aborto que tiene la Iglesia católica en
Alemania. Él cree necesario no limitar los ámbitos de decisión al papa, la
Curia y los sínodos episcopales y sugiere como camino un concilio Vaticano III. Actualmente
es la corriente “Somos Iglesia” la que, con el apoyo de centenares de
colectivos católicos críticos, de treinta y cinco obispos latinoamericanos, en
su mayoría brasileños, miles de laicos, religiosos y religiosas, sacerdotes,
teólogos y teólogas, ha pedido la celebración de un nuevo Concilio y ha
puesto en marcha un proceso conciliar con la participación activa de todo el
pueblo de Dios para abordar los grandes desafíos que se le plantean al
catolicismo en el siglo XXI. Es
verdad que no ha pasado tanto tiempo desde la celebración del concilio Vaticano
II (Roma, 1962-1965). Pero de entonces acá se han producido cambios tan
profundos en el mundo que han mutado el panorama político, social, económico,
cultural religioso y cultural tanto a nivel internacional como nacional y
regional. Estamos ante un cambio de época más que ante una época de cambio. Y
ello obliga a la Iglesia católica a re-ubicarse en el nuevo escenario mundial,
si no quiere perder de nuevo el tren de la historia, como lo ha perdido tantas
veces. Muchos tenemos la impresión de que la Iglesia católica o bien sigue
respondiendo a preguntas de otras épocas que ya nadie se plantea, o bien
responde a interrogantes de hoy con respuestas del pasado. Esto ha sucedido de
manera especial en las cuestiones morales, doctrinales y disciplinares durante
el pontificado de Juan-Pablo II.
Un concilio sería una gran oportunidad para retomar el tren de la
historia e invertir la actual tendencia hacia la restauración eclesiástica por
la de la renovación. Para ello lo primero que hay que cambiar es el escenario
de celebración. Los dos últimos concilios tuvieron lugar en Roma en
correspondencia con la centralidad del catolicismo romano en el mundo. Hoy, sin
embargo, el catolicismo tiene un
rostro multcultural, multiétnico, multirracial y multirreligioso. De ahí que
el Vaticano no me parezca el lugar más adecuado para el nuevo concilio. Me
inclino, más bien, por un país del Tercer Mundo, América Latina, por ejemplo,
que cuenta con un vigoroso cristianismo profético expresado a través del
compromiso de los cristianos y cristianas comprometidos con las mayorías
populares, el dinamismo de las
comunidades de base y la pujanza de la teología de la liberación. La
Asamblea conciliar no puede convertirse en una reunión de notables o de títulos
nobiliarios que sólo se representan a sí mismos. Ha de ser una asamblea en el
pleno sentido de la palabra, con la máxima representación de todos los católicos
y católicas, y no sólo de los jerarcas, elegidos por el papa, y con capacidad
de decisión. Entre
los temas de la agenda conciliar, hay uno que me parece prioritario: la Reforma
de la Iglesia católica, que se quedó a medio camino en el Vaticano II; Reforma
que ha de traducirse en una democratización en todos los niveles, desde la base
hasta la cúpula. Ello exige un análisis crítico tanto de los fundamentos del
papado, el episcopado y el sacerdocio, como de su ejercicio. Ahora bien, la
democratización de la Iglesia se convertirá en una caricatura mientras se
sigan manteniendo una concepción androcéntrica del ser humano, que no reconoce
a los mujeres como sujetos morales y religiosos,
y unas estructuras jerárquico-patriarcales, que excluyen a aquéllas de
los ministerios eclesiales y de las funciones directivas en la comunidad
cristiana. Procede, en consecuencia, poner las bases para la creación de una
“comunidad de iguales” (no clónicos), en sintonía con el movimiento de Jesús
y con los movimientos de emancipación de la mujer. El
segundo gran tema a debatir es la incorporación de la cultura de los derechos
humanos en el interior de la Iglesia, para superar la “incoherencia
vaticana”, es decir, la contradicción en que incurre la jerarquía católica
al defender los derechos humanos en la sociedad y negarlos en su propio casa.
Ello exige reconocer el derecho de los cristianos y cristianas a elegir a sus
representantes y facilitar cauces para el ejercicio pleno de las libertades de
reunión, asociación y expresión, a las que hay que sumar, en el caso de los
teólogos y las teólogas, las de investigación y cátedra, recortadas
selectivamente hoy en función de la ideología. Este reconocimiento debe ir
acompañado de un clima de diálogo que permita llegar a consensos básicos
dentro del respeto al disenso, que tiene los mismos derechos que el consenso.
No
debe descuidarse la reflexión sobre la inculturación del catolicismo en las
diferentes y plurales culturas con el objetivo de activar un cristianismo
culturamente policéntrico, donde las Iglesias del Primer
Mundo no dominen sobre las del Tercer Mundo ni éstas sean sucursales de
aquéllas. ¡Cuánto menos, ahora que se ha invertido la tendencia numérica de
los cristianos: a principios del siglo XX sólo
el 30% de ellos estaba en el Tercer Mundo; a principio del siglo XXI llegan al
70%. Pasó
el tiempo en que se creía que la religión católica era la única verdadera.
Ahora vivimos en tiempos de pluralismo
religioso. Razón por la que el
diálogo entre las religiones debe convertirse en un tema de obligado
tratamiento, pero no tanto para llegar a acuerdos doctrinales, cuanto para
establecer unos mínimos éticos en torno a la apuesta por la cultura de la
vida, la protección de la naturaleza, el trabajo por la paz, el compromiso por
la justicia y la defensa de la igualdad hombres-mujeres. Entre
los grandes fenómenos mundiales no puede soslayarse el de la globalización.
El cristianismo en cuanto religión mundial debe preguntarse qué puede aportar
para corregir los desajustes provocados por el proceso globalizador en su versión
neoliberal, que excluye a grupos sociales y étnicos y a continentes enteros-y
para construir un mundo donde quepamos todos y todas. Un nuevo concilio sería
un momento oportuno para reformular la doctrina tradicional sobre la sexualidad
desde una antropología unitaria y las cuestiones de la bioética, como
eutanasia, reproducción asistida, manipulación genética, investigación y
experimentación con embriones, clonación, etc., en diálogo con las ciencias
de la vida y bajo el asesoramiento de los expertos. Los
concilios son grandes hitos en el ya bimilenario caminar del cristianismo,
“encrucijadas en la historia de la Iglesia” (K. Schatz). En ellos se tomaron
decisiones de todo orden, y no sólo de carácter eclesiástico o teológico,
que condicionaron positiva o negativamente el futuro del cristianismo y de la
sociedad. Se definieron muchos de los dogmas de la doctrina cristiana, que
recogen la síntesis de los contenidos de la fe, reformulables y
reinterpretables en cada época conforme a los nuevos contextos culturales y las
nuevas formas de vida. Los concilios han sido espacios importantes para el
debate de ideas y la confrontación de pareceres; hoy diríamos lugares de acción
comunicativa y dialógica. En el debate las distintas tendencias hicieron
siempre concesiones mutuas para llegar a un consenso. Esto pudimos verlo en el
concilio Vaticano II, donde los conservadores y los renovadores acordaron las
grandes líneas teológicas, si bien, en su aplicación, los primeros se
impusieron a los segundos y limitaron sobremanera la renovación. De
la historia de los concilios hay dos que me parecen especialmente significativos
como punto de referencia: el de Constanza (1414-1418) y el de Basilea, llamados conciliaristas,
porque defendieron que el concilio constituye la centralidad del Concilio
en la vida y la organización de la Iglesia católica y que la autoridad
del concilio está por encima de la del papa, quien está obligado a poner
en práctica las decisiones conciliares. Así
consta en la declaración del primero aprobada el 6 de abril de 1415: “Este Sínodo,
legítimamente reunido en el Espíritu Santo, constituye un concilio general que
representa a la Iglesia católica militante y recibe su poder directamente de
Cristo (añadido mío: no del papa); todo cristiano, independientemente de su
estado y dignidad, incluso papal, está obligado a obedecerle en cosas que
afectan a la fe, a la extirpación del cisma actual, así como a la reforma
universal de la Iglesia de Dios en la cabeza y en los miembros”. Hans Küng
califica a Constanza como “el gran concilio ecuménico de la reforma”.
Resulta llamativo, sin embargo, que esta declaración no aparezca en el Enchiridium
Symbolorum, donde se recogen los principales documentos de los concilios y
de los papas de toda la historia del cristianismo, cuando si se recogen los
decretos de condena de los errores de Wyccleff y Hus. El
conciliarismo es una tendencia fundamental a recuperar en la teología, la
organización y la vida de la Iglesia católica. Amén de frenar el
autoritarismo papal, constituye una de las principales claves para la
democratización de la Iglesia. Termino con una pregunta a quienes se oponen al inicio de un proceso conciliar y demonizan la celebración de un nuevo Concilio para el siglo XXI: ¿por qué tienen ustedes tanto miedo a un concilio? Volver al sumario del Nº 6 Volver a Principal de Discípulos
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