como
ya es una tradición, cada uno de enero, desde 1967 y por iniciativa de Pablo
VI, el Santo Padre nos ofrece su Mensaje para la Celebración de la Jornada
Mundial de la Paz, a fin de confirmar la vocación de la Iglesia en la
promoción y defensa de la paz, concebida como «tranquilidad del orden». La
paz, señaló Vaticano II: «No es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce
al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica,
sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is
32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino
Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia,
han de llevar a cabo» (Gaudium et Spes 78). En
esta ocasión, el Mensaje está dedicado a la conmemoración del 40 aniversario
de la histórica encíclica Pacem in Terris, del beato Juan XXIII, que se
publicó el 11 de abril de 1963, cuando el Papa tenía 82 años. Pacem
in Terris, escrita en el contexto de la Guerra Fría, causó asombro
por dirigirse no solamente a los obispos y a los católicos, sino también a
todos los hombres de buena voluntad. En su momento, maestros como Jean Yves
Calvez, SJ dijeron que se trataba de «la declaración de derechos humanos más
completa que haya salido de la pluma de un Papa», y Kruchev declaró que había
leído con interés la encíclica porque Juan XXIII «da oídos a la voz de la
razón». En
efecto, la encíclica completa y supera la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, proclamada en 1948, pues establece una lógica
jerarquía de los derechos y deberes humanos, y señala su fundamento inmediato:
la ley natural, cuyo creador es Dios mismo, al ser el fundamento objetivo del
orden moral. Se trata, sin duda, del testamento de Juan XXIII y está construida
en torno a tres grandes temas: 1) Los derechos y los deberes de la persona
humana, 2) La naturaleza de la autoridad política, 3) El bien común universal. En
1963 el Papa señalaba: «la humanidad ha emprendido una nueva etapa en su
camino, caracterizada por la convicción de que todos los hombres, por su
dignidad natural, son iguales entre sí», y llamaba la atención sobre «tres
características de nuestro tiempo»: a) la defensa más eficaz de los derechos
de los trabajadores, b) la nueva y agradable presencia de las mujeres en la vida
pública, c) el fin del colonialismo y el nacimiento de nuevos Estados
independientes. Precisamente,
por la importancia de Pacem in Terris y por su carácter profético, Juan
Pablo II le dedica su Mensaje a manera de homenaje. En diez apartados el Papa
nos lleva al núcleo de la paz. Señala que la primera afirmación de la encíclica
es ya un signo de la fe y de la esperanza que caracterizaban a Juan XXIII: «la
paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la
historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se
respeta el orden establecido por Dios» (n. 1). Juan
Pablo II recuerda que en 1961, dos años antes de que se publicara Pacem in
Terris, «se erigió el muro de Berlín para dividir y oponer no solamente
dos partes de aquella ciudad, sino también dos modos de comprender y de
construir la ciudad terrena (...) aquel muro atravesó la humanidad en su
conjunto y penetró en el corazón y mente de las personas, creando divisiones
que parecían destinadas a durar por siempre» (n. 2). Era un tiempo de profundo
desorden, como la crisis de los mísiles en Cuba, cuando el mundo se encontró
al borde de una guerra nuclear. Por eso, muchos creían que la humanidad estaba
condenada a la Guerra Fría o a la peor guerra de toda la historia humana.
Condiciones muy semejantes a las de ahora, en las que la guerra parece inminente
y el panorama más bien es desalentador. Juan Pablo II, en este contexto se
pregunta: ¿qué tipo de orden puede reemplazar este desorden, para dar a los
hombres y mujeres la posibilidad de vivir en libertad, justicia y seguridad?, ¿bajo
qué principios se están desarrollando estas nuevas formas de orden mundial? Para
Juan XXIII, la paz era posible a condición de cumplir cuatro exigencias
concretas: «La verdad —dijo— será fundamento de la paz cuando cada
individuo tome conciencia rectamente, más que de los propios derechos, también
de los propios deberes para con los demás. La justicia edificará la paz
cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por
cumplir plenamente los mismos deberes con los demás. El amor será
fermento de paz, cuando la gente sienta la necesidad de los otros como propias y
comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu.
Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando,
en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la
razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones» (n.
3). Juan
XXIII, optimista y realista al mismo tiempo, veía en los hechos no sólo lo
inmediato y aparente, sino también la presencia misteriosa y actuante del Señor.
Al inaugurar el Concilio había expresado: «Hay personas que sólo ven ruinas y
calamidades en los tiempos modernos... Disentimos de esos profetas de
calamidades... es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia
Divina» (11.X.62). Por esa actitud de confianza en Dios, unida al esfuerzo
humano, señalaba que el camino hacia la paz debía pasar por la defensa y
promoción de los derechos humanos fundamentales: «En efecto, cada persona goza
de ellos, no como de un beneficio concedido por una cierta clase social o por el
Estado, sino como de una prerrogativa propia por ser persona: ‘en toda
convivencia humana bien ordenada y fecunda hay que establecer como fundamento el
principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de
inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí
mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su
propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e
inviolables, y no pueden renunciarse por ningún concepto’» (n. 4). A
partir de esa enseñanza, dice Juan Pablo II, surgieron los movimientos por la
defensa y promoción de los derechos humanos que dieron expresión política
concreta a una de las grandes dinámicas de la historia contemporánea: la
construcción de gobiernos más democráticos y participativos y el
derrocamiento de formas de gobierno dictatoriales (cfr. n. 4). Juan
XXIII, además, insistió en la necesidad del bien común universal,
precisamente al constatar la creciente interdependencia y la globalización, y
desde entonces pugnaba por una autoridad pública en el ámbito internacional,
que tuviese como objetivo fundamental el reconocimiento, respeto, tutela y
promoción de los derechos de la persona. Evidentemente, dice Juan Pablo II, no
buscaba un superestado global, sino una instancia que acelerara procesos ya en
acto para responder a la casi universal pregunta sobre modos democráticos en el
ejercicio de la autoridad política, sea nacional o internacional, así como a
la exigencia de transparencia y credibilidad a cualquier nivel de la vida pública.
El Santo Padre lamenta que esa autoridad pública internacional, al servicio de
los derechos humanos, de la libertad y de la paz aún no se haya establecido
plenamente por la frecuente indecisión de la comunidad internacional, por la
insolidaridad y por la falta de una cultura que insista simultáneamente en los
derechos y los deberes humanos (cfr. n. 5). Juan
Pablo II recuerda que, «precisamente porque las personas son creadas con la
capacidad de tomar opciones morales, ninguna actividad humana está fuera del ámbito
de los valores éticos». «La misma ley natural que rige las relaciones de
convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas
entre las comunidades políticas» (n. 7). La paz, sin embargo, no será posible
sin una globalización de la solidaridad que acorte la brecha entre ricos y
pobres y genere, en la práctica y por encima de tantas teorías, el
reconocimiento y la garantía plena de los derechos y deberes humanos para
todos, particularmente para los pobres. El Santo Padre subraya que el deber
moral de cumplir los compromisos asumidos se vuelve más exigente precisamente
cuando se trata de compromisos para con los pobres pues, «el sufrimiento
causado por la pobreza se ve agudizado dramáticamente cuando falta la
confianza. El resultado final es el desmoronamiento de toda esperanza. La
existencia de confianza en las relaciones internacionales es un capital social
de valor fundamental» (n. 8). Construir
la paz no es tanto ni es sólo cuestión de estructuras, sino de personas. La
paz es obra de la mente y el corazón de quienes trabajan por la paz. Por eso,
la educación para la paz y los gestos de paz crean una tradición y una cultura
de paz. En esto la religión tiene un papel fundamental e insustituible, y la
Iglesia nos ofrece su enseñanza social para formar las conciencias y contribuir
con conocimiento de causa al debate público. Juan
XXIII calificó la tarea de construir la paz como inmensa y gloriosa. Se refería
a las «relaciones de convivencia en la sociedad
humana..., primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los
ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y,
finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados
particulares, de un lado, y, de otro, la comunidad mundial» (n. 10). Al
final del Mensaje, Juan Pablo II invita a las comunidades eclesiales a que
estudien la manera de celebrar, junto con otras denominaciones religiosas y con
los hombres de buena voluntad, el aniversario de Pacem in Terris, a fin
de «echar por tierra las barreras que dividen a unos de otros, para estrechar
los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión,
para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado» (n. 10). En palabras del
Cardenal Joseph Bernardin, quien fue arzobispo de Chicago, todos necesitamos
pedir a Dios que nos conceda el don de la paz: «Cuando estamos en paz,
encontramos la libertad para ser más completamente lo que somos, aun en los
tiempos más calamitosos. Abandonamos lo que no es esencial y abrazamos lo
esencial. Nos anonadamos para que Dios pueda obrar más plenamente dentro de
nosotros. Y nos convertimos en instrumentos en manos del Señor». En esta oración
por la paz, un intercesor ante el Señor puede ser el beato Juan XXIII, que
tanto trabajó y anheló un mundo de paz. Volver al sumario del Nº 6 Volver a Principal de Discípulos
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