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Moral Social - Nº 6 - Abril 2003

  "En esto
   conocerán
   todos que sois
   mis discípulos,
   en que os amáis
   unos a otros."

          
Juan 13, 35

 

La paz, una tarea permanente

A propósito del mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial de la Paz 2003

Manuel Gómez G. imdosoc@imdosoc.org.mx

como ya es una tradición, cada uno de enero, desde 1967 y por iniciativa de Pablo VI, el Santo Padre nos ofrece su Mensaje para la Celebración de la Jornada Mundial de la Paz, a fin de confirmar la vocación de la Iglesia en la promoción y defensa de la paz, concebida como «tranquilidad del orden». La paz, señaló Vaticano II: «No es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 7). Es el fruto del orden plantado en la sociedad humana por su divino Fundador, y que los hombres, sedientos siempre de una más perfecta justicia, han de llevar a cabo» (Gaudium et Spes 78).

En esta ocasión, el Mensaje está dedicado a la conmemoración del 40 aniversario de la histórica encíclica Pacem in Terris, del beato Juan XXIII, que se publicó el 11 de abril de 1963, cuando el Papa tenía 82 años.

Pacem in Terris, escrita en el contexto de la Guerra Fría, causó asombro por dirigirse no solamente a los obispos y a los católicos, sino también a todos los hombres de buena voluntad. En su momento, maestros como Jean Yves Calvez, SJ dijeron que se trataba de «la declaración de derechos humanos más completa que haya salido de la pluma de un Papa», y Kruchev declaró que había leído con interés la encíclica porque Juan XXIII «da oídos a la voz de la razón».

En efecto, la encíclica completa y supera la Declaración Universal de los Derechos Humanos, proclamada en 1948, pues establece una lógica jerarquía de los derechos y deberes humanos, y señala su fundamento inmediato: la ley natural, cuyo creador es Dios mismo, al ser el fundamento objetivo del orden moral. Se trata, sin duda, del testamento de Juan XXIII y está construida en torno a tres grandes temas: 1) Los derechos y los deberes de la persona humana, 2) La naturaleza de la autoridad política, 3) El bien común universal.

En 1963 el Papa señalaba: «la humanidad ha emprendido una nueva etapa en su camino, caracterizada por la convicción de que todos los hombres, por su dignidad natural, son iguales entre sí», y llamaba la atención sobre «tres características de nuestro tiempo»: a) la defensa más eficaz de los derechos de los trabajadores, b) la nueva y agradable presencia de las mujeres en la vida pública, c) el fin del colonialismo y el nacimiento de nuevos Estados independientes.

Precisamente, por la importancia de Pacem in Terris y por su carácter profético, Juan Pablo II le dedica su Mensaje a manera de homenaje. En diez apartados el Papa nos lleva al núcleo de la paz. Señala que la primera afirmación de la encíclica es ya un signo de la fe y de la esperanza que caracterizaban a Juan XXIII: «la paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta el orden establecido por Dios» (n. 1).

Juan Pablo II recuerda que en 1961, dos años antes de que se publicara Pacem in Terris, «se erigió el muro de Berlín para dividir y oponer no solamente dos partes de aquella ciudad, sino también dos modos de comprender y de construir la ciudad terrena (...) aquel muro atravesó la humanidad en su conjunto y penetró en el corazón y mente de las personas, creando divisiones que parecían destinadas a durar por siempre» (n. 2). Era un tiempo de profundo desorden, como la crisis de los mísiles en Cuba, cuando el mundo se encontró al borde de una guerra nuclear. Por eso, muchos creían que la humanidad estaba condenada a la Guerra Fría o a la peor guerra de toda la historia humana. Condiciones muy semejantes a las de ahora, en las que la guerra parece inminente y el panorama más bien es desalentador. Juan Pablo II, en este contexto se pregunta: ¿qué tipo de orden puede reemplazar este desorden, para dar a los hombres y mujeres la posibilidad de vivir en libertad, justicia y seguridad?, ¿bajo qué principios se están desarrollando estas nuevas formas de orden mundial?

Para Juan XXIII, la paz era posible a condición de cumplir cuatro exigencias concretas: «La verdad —dijo— será fundamento de la paz cuando cada individuo tome conciencia rectamente, más que de los propios derechos, también de los propios deberes para con los demás. La justicia edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás. El amor será fermento de paz, cuando la gente sienta la necesidad de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. Finalmente, la libertad alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones» (n. 3).

Juan XXIII, optimista y realista al mismo tiempo, veía en los hechos no sólo lo inmediato y aparente, sino también la presencia misteriosa y actuante del Señor. Al inaugurar el Concilio había expresado: «Hay personas que sólo ven ruinas y calamidades en los tiempos modernos... Disentimos de esos profetas de calamidades... es preciso reconocer los arcanos designios de la Providencia Divina» (11.X.62). Por esa actitud de confianza en Dios, unida al esfuerzo humano, señalaba que el camino hacia la paz debía pasar por la defensa y promoción de los derechos humanos fundamentales: «En efecto, cada persona goza de ellos, no como de un beneficio concedido por una cierta clase social o por el Estado, sino como de una prerrogativa propia por ser persona: ‘en toda convivencia humana bien ordenada y fecunda hay que establecer como fundamento el principio de que todo hombre es persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío, y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes que dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables, y no pueden renunciarse por ningún concepto’» (n. 4).

A partir de esa enseñanza, dice Juan Pablo II, surgieron los movimientos por la defensa y promoción de los derechos humanos que dieron expresión política concreta a una de las grandes dinámicas de la historia contemporánea: la construcción de gobiernos más democráticos y participativos y el derrocamiento de formas de gobierno dictatoriales (cfr. n. 4).

Juan XXIII, además, insistió en la necesidad del bien común universal, precisamente al constatar la creciente interdependencia y la globalización, y desde entonces pugnaba por una autoridad pública en el ámbito internacional, que tuviese como objetivo fundamental el reconocimiento, respeto, tutela y promoción de los derechos de la persona. Evidentemente, dice Juan Pablo II, no buscaba un superestado global, sino una instancia que acelerara procesos ya en acto para responder a la casi universal pregunta sobre modos democráticos en el ejercicio de la autoridad política, sea nacional o internacional, así como a la exigencia de transparencia y credibilidad a cualquier nivel de la vida pública. El Santo Padre lamenta que esa autoridad pública internacional, al servicio de los derechos humanos, de la libertad y de la paz aún no se haya establecido plenamente por la frecuente indecisión de la comunidad internacional, por la insolidaridad y por la falta de una cultura que insista simultáneamente en los derechos y los deberes humanos (cfr. n. 5).

Juan Pablo II recuerda que, «precisamente porque las personas son creadas con la capacidad de tomar opciones morales, ninguna actividad humana está fuera del ámbito de los valores éticos». «La misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticas» (n. 7). La paz, sin embargo, no será posible sin una globalización de la solidaridad que acorte la brecha entre ricos y pobres y genere, en la práctica y por encima de tantas teorías, el reconocimiento y la garantía plena de los derechos y deberes humanos para todos, particularmente para los pobres. El Santo Padre subraya que el deber moral de cumplir los compromisos asumidos se vuelve más exigente precisamente cuando se trata de compromisos para con los pobres pues, «el sufrimiento causado por la pobreza se ve agudizado dramáticamente cuando falta la confianza. El resultado final es el desmoronamiento de toda esperanza. La existencia de confianza en las relaciones internacionales es un capital social de valor fundamental» (n. 8).

Construir la paz no es tanto ni es sólo cuestión de estructuras, sino de personas. La paz es obra de la mente y el corazón de quienes trabajan por la paz. Por eso, la educación para la paz y los gestos de paz crean una tradición y una cultura de paz. En esto la religión tiene un papel fundamental e insustituible, y la Iglesia nos ofrece su enseñanza social para formar las conciencias y contribuir con conocimiento de causa al debate público.

Juan XXIII calificó la tarea de construir la paz como inmensa y gloriosa. Se refería a las «relaciones de convivencia en la sociedad  humana..., primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y, finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados particulares, de un lado, y, de otro, la comunidad mundial» (n. 10).

Al final del Mensaje, Juan Pablo II invita a las comunidades eclesiales a que estudien la manera de celebrar, junto con otras denominaciones religiosas y con los hombres de buena voluntad, el aniversario de Pacem in Terris, a fin de «echar por tierra las barreras que dividen a unos de otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado» (n. 10). En palabras del Cardenal Joseph Bernardin, quien fue arzobispo de Chicago, todos necesitamos pedir a Dios que nos conceda el don de la paz: «Cuando estamos en paz, encontramos la libertad para ser más completamente lo que somos, aun en los tiempos más calamitosos. Abandonamos lo que no es esencial y abrazamos lo esencial. Nos anonadamos para que Dios pueda obrar más plenamente dentro de nosotros. Y nos convertimos en instrumentos en manos del Señor». En esta oración por la paz, un intercesor ante el Señor puede ser el beato Juan XXIII, que tanto trabajó y anheló un mundo de paz.


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